"Ven,
Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos la llama
de tu amor"
(de la liturgia)
(de la liturgia)
El domingo de Pentecostés recoge toda la alegría pascual
como un haz de luz resplandeciente y la difunde con una impetuosidad
incontenible no sólo en los corazones, sino en toda la tierra. El Resucitado se
ha convertido en el Señor del universo: todas las cosas tocadas por él quedan
como investidas por el fuego, envueltas en su luz, se vuelven incandescentes y
transparentes ante la mirada de la fe. Ahora bien, ¿es posible decir que «Jesús
es el Señor» sólo con la palabra?
Que Jesús es el Señor sólo puede ser dicho de verdad con la
vida, demostrando de manera concreta que él ocupa todos los espacios de nuestra
existencia. En él, todas las diferencias se convierten en una expresión de la
belleza divina, todas las diferencias forman la armonía de la unidad en el
amor. Hemos sido reunidos conjuntamente «para formar un solo cuerpo» y,
al mismo tiempo, tenemos dones diferentes, diferentes carismas, cada uno tiene
su propio rostro de santidad. El amor, antes que reducirlo, incrementa todo lo
que hay de bueno en nosotros y nos hace a los unos don para los otros. Sin
embargo, no podemos vivir en el Espíritu si no tenemos paz en el corazón y si
no nos convertimos en instrumentos de paz entre nuestros hermanos, testigos de
la esperanza, custodios de la verdadera alegría.
Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don en tus dones espléndido;
luz que penetras las almas;
fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.
Ven, Espíritu enviado por el Padre,
en nombre de Jesús, el Hijo amado:
haz una y santa a la Iglesia
para las nupcias eternas del Cielo.
Muéstrate solícito en unirte al Espíritu Santo. Él viene
apenas se le invoca, y sólo hemos de invocarlo, porque ya está presente. Cuando
se le invoca, viene con la abundancia de las bendiciones de Dios. Él es el río
impetuoso que da alegría a la ciudad de Dios (cf. Sal 45,5) y, cuando viene, si
te encuentra humilde y tranquilo, aunque estés tembloroso ante la Palabra de
Dios, reposará sobre ti y te revelará lo que esconde el Padre a los sabios y a
los prudentes de este mundo. Empezarán a resplandecer para ti aquellas cosas
que la Sabiduría pudo revelar en la tierra a los discípulos, pero que ellos no
pudieron soportar hasta la venida del Espíritu de la verdad, que les habría de
enseñar la verdad completa.
Es vano esperar recibir y aprender de boca de cualquier
hombre lo que sólo es posible recibir y aprender de la lengua de la verdad. En
efecto, como dice la verdad misma, «Dios es Espíritu» (Jn 4,24). Dado
que es preciso que sus adoradores lo adoren en Espíritu y en verdad, los que
desean conocerlo y experimentarlo deben buscar sólo en el Espíritu la
inteligencia de la fe y el sentido puro y simple de esa verdad.
El Espíritu es -para los pobres de espíritu- la luz
iluminadora, la caridad que atrae, la mansedumbre más benéfica, el acceso del
hombre a Dios, el amor amante, la devoción, la piedad en medio de las tinieblas
y de la ignorancia de esta vida (Guillermo de Saint-Thierry, Speculum
fidei, 46).
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