"En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo"
Trinidad de Rublev. S. XV |
La concepción que se tenga de Dios nace en buena parte de
nuestra experiencia en las relaciones humanas. Generalmente, hay dos aspectos
bien diferenciados: el fundamento que la sostiene y el misterio que la
envuelve. La supremacía de un aspecto sobre el otro determina los sentimientos:
si el predominio es el del primero, será de confianza, al sentirse protegido y
cuidado; si la preponderancia es el del segundo, será de temor, al considerarse
supeditado y dominado. Las dos impresiones se expresan de dos formas en la
oración: la alabanza agradecida y la invocación perpleja. En toda vivencia
religiosa, incluida la cristiana, conviven distintas sensibilidades y formas de
orar; sin embargo, ¿no nos sentimos ante Dios protegidos y amenazados, al mismo
tiempo, y gozosos de mantener una relación cordial con él y suspicaces ante el
temor de quedar anulados en algún momento por fiarnos totalmente?
Los textos que la liturgia nos propone en la solemnidad de
la Trinidad nos presentan una descripción de Dios que va más allá de la
proyección en la que, a menudo, caemos al prestarles atención a los
sentimientos espontáneos que nos surgen. La manifestación de Dios como amor
quiere recordarnos insistentemente que él se dirige a nosotros con la
dedicación y el cariño de quien esta en el corazón de nuestra vida. El perfil
de una vida así no esta determinado por nuestros deseos, solo pálidamente. En
efecto, nuestro deseo de vida, por muy grande que sea, no logra alcanzar la
plenitud de cuanto Dios quiere entregarnos; se aproxima solamente, igual que se
aproxima la concepción que podemos tener del amor de Dios manifestado en Jesús.
Este amor; que aparece como el verdadero rostro del
misterio, causa un estupor indecible: sentirse el centro de la atención y de
los cuidados de Aquel que es la vida misma, rebosante y salvadora. Así se
aprende que no es encerrándose, sino dándose, como se obtiene verdaderamente la
vida. La vida coincide con el amor entendido como entrega, y la plenitud de la
vida se experimenta cuando, abrazados y transformados, por tal amor nos
dirigimos a él en alabanza agradecida, signo de que el temor ha desaparecido
definitivamente.
Gloria a ti, Dios, Padre, Hijo y Espíritu, que eres el
término excelso de mis ambiciones y el manantial inagotable de mis deseos.
Gloria a ti, que has querido entrar en nuestra historia, y en la mía, y
mostrarme mi soledad derrotada y vencida la muerte. Gloria a ti, que destronas
mi temor a perderme si te dejo espacio en mi corazón. Gloria a ti, que me
envuelves en tu nube y en ella me desvelas tu misterio, que es el misterio de
mi vida, ardientemente buscado. Gloria a ti, que eres el amor rebosante, que me
acoges y me salvas en mi fragilidad. Gloria a ti, que me concedes entrar en
comunión contigo y me revelas relaciones inimaginables. Gloria a ti, que me
conduces por el camino de la entrega seduciendo mi Espíritu deseoso de
plenitud. Gloria a ti, que eres el principio, el ámbito y la meta de todo
cuanto puedo disfrutar. Gloria a ti, que lo eres Todo.
¡Oh, mi Dios, Trinidad a quien adoro! Ayúdame a olvidarme
totalmente de mi, para establecerme en Vos, inmóvil y tranquila, como si mi
alma estuviera ya en la eternidad. Que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme
salir de Vos, ¡oh mi Inmutable!, sino que a cada minuto me sumerja más en la
profundidad de vuestro misterio.
Pacificad mi alma, haced de ella vuestro cielo, vuestra
morada predilecta y el lugar de vuestro reposo. Que no os deje jamás allí solo,
sino que esté allí toda entera, completamente despierta en mi fe, en adoración
total, entregada del todo a vuestra acción creadora.
Oh mi Cristo amado, crucificado por amor; quisiera ser una
Esposa para vuestro Corazón; quisiera cubriros de gloria, quisiera amaros...
¡hasta morir de amor! Pero siento mi impotencia y os pido <<revestirme de
Vos mismo», identificar mi alma con todos los movimientos de la vuestra,
sumergirme, invadirme, sustituirme Vos a mi, a fin de que mi vida no sea más
que una irradiación de vuestra vida. Venid a mí como Adorador como Reparador y
como Salvador;
Oh Verbo eterno, Palabra de mi Dios! Quiero pasar mi vida
escuchándoos; quiero estar atenta a vuestras enseñanzas, a fin de aprenderlo
todo de Vos. Y luego, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de
todas las impotencias, quiero estar fija siempre en Vos y permanecer bajo
vuestra inmensa luz. ¡Oh, mi Astro amado!, fascinadme, para que no pueda ya
salir de vuestra irradiación.
¡Oh fuego consumidor, Espíritu de Amor! <<descended a
mi», para que se haga en mi alma como una encarnación del Verbo. Que yo sea
para él como una humanidad complementaria, en la que renueve todo su misterio.
Y Vos, ¡oh Padre!, inclinaos ante vuestra pobre pequeña
criatura, "cubridla con vuestra sombra», no veáis en ella más que al "Amado en quien Vos habéis puesto todas vuestras complacencias».
¡Oh, mis Tres, mi Todo, mi Bienaventuranza, soledad
infinita, inmensidad donde me pierdo! Yo me entrego a Vos como una presa.
Encerraos en mi, para que yo me encierre en Vos, mientras espero ir a
contemplar en vuestra luz el abismo de vuestras grandezas (Isabel de la Trinidad, Notas íntimas», en Obras selectas, Biblioteca de Autores Cristianos,
Madrid 2000, 110-112; traducción, Enrique Llamas).
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