Cuando dijiste: Buscad mi rostro, mi corazón te dijo: Yo
busco, Señor, tu rostro. (Sal 27, 8).
La oración, si es espiritual y sincera, es al mismo tiempo
llamado y respuesta, llamado divino y respuesta humana.
Este aspecto de la oración se funda sobre una importante verdad: la oración no
alcanza la propia fuerza en cuanto relación efectiva con Dios sino cuando el
hombre llega a la más alta conciencia de sí. Él está entonces persuadido que su
alma ha sido creada a imagen de Dios, que de Él le viene su existencia y que lo
que más vale de su ser es precisamente esta conciencia que tiene de su propia
realidad. Llega así a captar, percibir y sentir el ser mismo de Dios.
No es posible que el hombre se conozca a sí mismo de modo verdadero, auténtico
y real sin terminar en el conocimiento de Dios. Porque Dios es el creador del
alma y el alma es creada a su imagen. El hombre cuando llega a tomar conciencia
de su propia alma es cuando se coloca, por este mismo hecho, en presencia de la
imagen divina. Además, la conciencia de sí, que es una facultad concedida al
alma, es a imagen de la conciencia que Dios tiene de sí mismo. Así el camino
hacia una verdadera toma de conciencia de sí es lo único que sin esfuerzo
conduce a la percepción de Dios. Esta realidad es posteriormente reavivada por
el re-nacimiento del hombre en el bautismo por obra del Espíritu Santo, que
restituye a la conciencia, desfigurada por el pecado, la propia imagen divina
original.
Gracias a la oración, el alma, de pie ante su Creador, consciente de su propia
renovación por medio del Espíritu Santo, recibe de Cristo la imagen de su
primera filiación, que había perdido a causa del pecado. Se presenta a Dios
Padre con confianza como estaba invitada desde siempre, siempre atraída hacia
su Creador, a semejanza del Hijo que no encuentra paz sino en el seno del Padre
que lo llama y al cual responde.
La oración es un misterio radicado en la profundidad de nuestra conciencia
espiritual. Por cuanto concierne a su naturaleza profunda, esta es un llamado
divino interior constantemente dirigido a los hombres para que estos puedan
unirse a Dios, fin del proyecto divino para el cual habían sido creados. Pero,
en cuanto concierne a su realización manifiesta, implica la respuesta libre de
una voluntad recta que, de tanto en tanto, se despierta y responde a este
llamado: ponerse en la presencia de Dios para entretenerse con Él. Bajo estos
dos aspectos, el misterioso llamado constante y el de la respuesta discontinua,
la oración se realiza como un acto divino-humano, un intercambio llamado-respuesta,
un diálogo de amor, como la define Gregorio de Nisa, diálogo ardiente por parte
de Dios, lento y vacilante por parte nuestra. En realidad, el uno y el
otro llaman, el uno y el otro responden, pero es siempre Dios quien llama
primero: “Le tiendo la mano cada día” (Is 65,2).
El fin temporal de este diálogo es que el hombre pueda permanecer bajo la
protección de la providencia divina para salvaguardar la propia vida sobre la
tierra y asegurarse el crecimiento. El objetivo último es que el hombre recobre
para siempre la unión de amor con Dios.
Esta gracia es la que se realiza por la intervención de Dios en cada oración.
Es Él, Creador y Padre, quien nos llama. Por esto es oportuno comenzar la
oración con una ardiente acción de gracias. ¡Cómo se muestra humilde Dios
cuando, no obstante nuestros pecados, se digna pedirnos que nos entretengamos
con Él!
Por esto, para darle a Dios el honor que Él espera, debemos absolutamente
glorificarlo, reconocernos pecadores y volver a Él, porque es según la pureza
de nuestros corazones que Dios encuentra en nosotros su reposo.
Dios acepta tomar parte por la condición temporal del hombre con todo lo que
ésta comporta en términos de debilidad, asumiendo con esta el deficiente orden
temporal y la esclavitud de la naturaleza: “que ha sido sometida a la
caducidad” (Rm 8, 20).
La condescendencia de Dios es inaudita: nos invita a presentarnos a él, acepta
dialogar con nosotros y compartir todas nuestras penas: “… en todas sus
angustias… Él ha sido angustiado” (Is 63, 9). Cuando lo encontramos en la
oración, cuando hacemos la experiencia en la vida de todos los días, se revela
para nosotros el secreto de su grandeza y de su humildad. La percepción de su
grandeza nos abre a la realidad de nuestras almas pecadoras hasta conducirnos
al arrepentimiento. La percepción de su humildad consume en nosotros todos los
pensamientos orgullosos. Probamos entonces la viva y urgente necesidad de estar
en su presencia en humildad y de ofrecerle el humilde sacrificio de nuestro
amor. Así se revela la naturaleza de la oración, comunicación eficaz con Dios
de resultados indefectibles.
La oración comienza como una invitación secreta de Dios a estar en su
presencia, invitación a recibir de nuestra parte una respuesta libre,
acompañada por un ardiente deseo de diálogo. Prosigue, según el proyecto de
Dios, como una obra de conversión y de purificación. Hasta llegar a su
desarrollo último: ofrecerse humildemente en sacrificio de amor en vista a la
comunión con Dios.
Si bien la oración es una facultad espiritual radicada en el fondo de la
conciencia que el alma tiene de sí misma, son muchos los que no hacen uso y la
dejan en un estado latente por toda su vida. Mueren sin haber podido tomar
conciencia de la verdadera naturaleza de su alma y de su realización con Dios.
Esto es grave porque la oración no es una facultad que se refiere únicamente a
la vida en este mundo. Está radicada a nuestra naturaleza, a fin de que por su
medio nos elevemos hacia Dios para unirnos a Él y pasar de esta vida temporal a la vida eterna.
Fuimos, por así decirlo, creados para la oración…
La oración es el único vínculo que nos une a Dios. Representa en nuestros
corazones la vida eterna que esperamos.
La oración nos permite descubrir nuestra imagen divina en la cual está impresa
la santa Trinidad.
Cuando la oración decae, decae también la dignidad de esta imagen y su
semejanza con Dios.
Dios nos atrae a sí por medio de la oración, caminamos hacia Él en un profundo
e inexpresable misterio.
O mejor, en realidad somos nosotros los que, por medio de la oración atraemos a
Dios: Él viene a nosotros y hace de nosotros su morada (Cf. Juan 14, 23).
En Dios el amor no es un sentimiento, sino don de sí. En la oración Dios se da
a nosotros.
Dios se ha ofrecido a nosotros al habernos creado a su imagen. Por medio de la
oración nos ha posibilitado unirnos a Él, haciéndose enteramente para nosotros
y haciéndonos enteramente para sí (cf. Ct 6,3).
A través de la oración nuestra vida se abre a Dios: “… en todas sus angustias
Él ha sido angustiado y el ángel de su rostro les ha salvado” (Is 63, 9).
A través de la oración la vida de Dios se abre a nosotros: “El Espíritu mismo
intercede con insistencia por nosotros (en la oración), con gemidos
inexpresables” (Rom 8, 26).
De Théosis