El próximo
domingo 29 coincide con la festividad de los santos apóstoles Pedro y Pablo.
Por otra parte, el papa Francisco es responsable de muchos titulares, casi cada
día. En general, favorables pero sin que falten las críticas. Gracias a Dios.
Todo ello me lleva a dedicar estas líneas semanales a la Iglesia. Tan amada por unos y
tan denostada por otros. Signo de contradicción no sólo por los valores que
representa sino también por las miserias con las que carga.
Lo primero
que habría que poner en claro es que la Iglesia no es el Papa. Ni los obispos con los
curas, religiosos y religiosas. Como no lo era San Pedro. Ni siquiera lo eran
los Doce, aunque ellos la representasen y fuesen los primeros encargados de
ensanchar, o mejor, eliminar sus fronteras. Pablo fue el mejor exponente de la
pluralidad de la Iglesia
primitiva. Mostrando la pluralidad de la Iglesia , fue el “jefe de la oposición”. Pluralidad
que la Iglesia
canoniza celebrándolos el mismo día. Merced a esta oposición, junto con Bernabé
y otros, la Iglesia
se abrió a los gentiles, a los paganos, a quienes los piadosos judíos negaban
la salvación. Sin conocer la Ley ,
¿cómo podían cumplirla? Y si no la cumplían, no había para ellos posibilidad de
salvación.
Estos
hechos incontrovertibles de la primitiva Iglesia deberían ser algo más que
temas de estudio para los especialistas. Son pautas de obligado cumplimiento.
La intolerancia de las derechas e izquierdas eclesiásticas enfrentadas entre sí
no tiene razón de ser. Más bien, es motivo de descalificación de unas y otras
cuando se convierten en capillismos y rompen la unidad eclesial. O cuando,
según preferencias ideológicas, unos exaltan a un papa hasta casi deificarlo mientras
otros lo convierten poco menos que en el anticristo. O, como comentaba la
semana pasada, de él se cuestionan hasta los zapatos que calza.
Sería bueno
ir bastante más adentro y buscar la coherencia de hechos y palabras del papa y
de todos los cristianos con el Evangelio de Jesús. Mucho más, claro está, que
con tradiciones, costumbres o hábitos adquiridos al arrimo de modas de poder o
gobierno hoy ya insoportables en las sociedades civiles modernas. En todo
caso, la crítica y la autocrítica son necesarias en la Iglesia. Pero quienes las
realizan o realizamos deberíamos atenernos al menos a estros tres principios:
Para tener derecho a la crítica se necesita un plus de
autenticidad. De otro modo, nos ocurrirá lo que San Pablo escribía en Rom.
2,12: “no tienes excusa tú que juzgas, pues juzgando a otro a ti mismo te
condenas, ya que obras esas mismas cosas que juzgas”. Una crítica positiva sólo puede nacer del amor a quien se
critica. De no ser así termina en cisma y recíprocas exclusiones o condenas. Las críticas a la
Iglesia han de ser ajenas, para ser legítimas y útiles, a un sutil
mecanismo: encubrir y servir de tapadera a la evasión del compromiso o bien a
la autojustificación. Por eso, con frecuencia, los más críticos son los más
descomprometidos. Y los más estériles.
JOSÉ MARÍA YAGÜE CUADRADO
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