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miércoles, 11 de junio de 2014

LA SANTA TRINIDAD

            Con Pentecostés hemos terminado el Tiempo Pascual. Pero los dos próximos domingos no son ordinarios. Nos esperan sendas fiestas. Primero la de la Santísima Trinidad: después de haber concluido la celebración de los misterios del Hijo, quien nos revela y comunica al Padre y al Espíritu Santo, celebramos el misterio de la unidad de Dios en la Trinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. El domingo siguiente, aunque venido a menos desde su traslación del jueves anterior, será el Corpus Christi.

            “A Dios no le entendemos nunca”. Con esa breve sentencia respondía a algo que dije sobre Dios una señora de mi Parroquia hace muy pocos días. La tal señora perdió a una hija a los 14 años en trágico accidente de tráfico, su marido cayó muerto de un infarto al volver del trabajo en el campo, en el último año y medio le han muerto sus tres hermanas y padece una sordera severa que le impide seguir cualquier conversación normal. Nunca se le oye quejarse, mantiene siempre el mismo talante atento y sonriente, trasmite paz y goza de la simpatía de todos sus vecinos.

            Con las seis palabras arriba resaltadas ha sabido expresar lo que siguiente Santo Tomás explica acerca de Dios en largos tratados, lo que dijeron los místicos alemanes con pensamientos y términos enrevesados y lo que antes había sentenciado San Justino: “si alguien pretende definir a Dios es un perfecto estúpido”.  Pero ese Dios inefable que no puede ser entendido ni definido, sí puede ser acogido y amado. Acogido en su Providencia amorosa, que tantas veces se muestra esquiva y susceptible de ser interpretada como hostil. Muchos se niegan a creer en Dios Padre bondadoso y lleno de ternura ante las pruebas dolorosas de la vida. De manera misteriosa, el hombre y la mujer de fe lo acogen y aman y le dan gracias en medio de las situaciones más adversas. Han entendido a Dios más de lo que se atreven a confesar. “El santo nunca se queja”, decía el Cura de Ars. Por eso pienso íntimamente que la referida señora de mi parroquia es santa y bien santa.

            Acogido y amado no sólo como Padre “compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en clemencia y lealtad”, sino también como Hijo sufriente a nuestro lado. Que pasa haciendo el bien y piensa en los demás, en quienes lo están torturando, y pide perdón por ellos desde lo alto del suplicio más ignominioso. Amado y adorado cuando, tras su muerte, le confesamos como el Viviente, que siempre está a nuestro lado. Sólo es posible creer en Dios Padre en medio de las tribulaciones y fracasos que nos depara la vida, cuando creemos en el Hijo muerto y resucitado.

            Acogido, amado y sentido en el hondón del alma como el Espíritu en quien “vivimos, nos movemos y existimos”. Que por ser el AMOR, nos capacita para amar y nos regala el don del amor. No es fácil amar a quienes ni son amables ni procuran nuestro amor. Más bien, es imposible para el común de los mortales. Sin embargo, se hace realizable y hasta fácil cuando se ha entendido algo de Dios y se ha aceptado su Misterio. Aunque lo más grandioso e impenetrable, lo verdaderamente gozoso esté reservado todavía para cuando la fe deje paso a la Visión de Dios. Claro está que, para llegar a ella, hay que aprender a morir. Y morir sin más.


                                                                                          JOSÉ MARÍA YAGÜE


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