Con
Pentecostés hemos terminado el Tiempo Pascual. Pero los dos próximos domingos
no son ordinarios. Nos esperan sendas fiestas. Primero la de la Santísima Trinidad :
después de haber concluido la celebración de los misterios del Hijo, quien nos
revela y comunica al Padre y al Espíritu Santo, celebramos el misterio de la
unidad de Dios en la Trinidad
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. El domingo siguiente, aunque venido a
menos desde su traslación del jueves anterior, será el Corpus Christi.
“A
Dios no le entendemos nunca”. Con esa breve sentencia respondía a algo que dije
sobre Dios una señora de mi Parroquia hace muy pocos días. La tal señora perdió
a una hija a los 14 años en trágico accidente de tráfico, su marido cayó muerto
de un infarto al volver del trabajo en el campo, en el último año y medio le
han muerto sus tres hermanas y padece una sordera severa que le impide seguir
cualquier conversación normal. Nunca se le oye quejarse, mantiene siempre el
mismo talante atento y sonriente, trasmite paz y goza de la simpatía de todos
sus vecinos.
Con
las seis palabras arriba resaltadas ha sabido expresar lo que siguiente Santo
Tomás explica acerca de Dios en largos tratados, lo que dijeron los místicos
alemanes con pensamientos y términos enrevesados y lo que antes había
sentenciado San Justino: “si alguien pretende definir a Dios es un perfecto
estúpido”. Pero
ese Dios inefable que no puede ser entendido ni definido, sí puede ser acogido
y amado. Acogido en su Providencia amorosa, que tantas veces se muestra esquiva
y susceptible de ser interpretada como hostil. Muchos se niegan a creer en Dios
Padre bondadoso y lleno de ternura ante las pruebas dolorosas de la vida. De
manera misteriosa, el hombre y la mujer de fe lo acogen y aman y le dan gracias
en medio de las situaciones más adversas. Han entendido a Dios más de lo que se
atreven a confesar. “El santo nunca se queja”, decía el Cura de Ars. Por eso
pienso íntimamente que la referida señora de mi parroquia es santa y bien santa.
Acogido
y amado no sólo como Padre “compasivo y misericordioso, lento a la cólera y
rico en clemencia y lealtad”, sino también como Hijo sufriente a nuestro lado.
Que pasa haciendo el bien y piensa en los demás, en quienes lo están
torturando, y pide perdón por ellos desde lo alto del suplicio más ignominioso.
Amado y adorado cuando, tras su muerte, le confesamos como el Viviente, que
siempre está a nuestro lado. Sólo es posible creer en Dios Padre en medio de
las tribulaciones y fracasos que nos depara la vida, cuando creemos en el Hijo
muerto y resucitado.
Acogido,
amado y sentido en el hondón del alma como el Espíritu en quien “vivimos, nos
movemos y existimos”. Que por ser el AMOR, nos capacita para amar y nos regala
el don del amor. No es fácil amar a quienes ni son amables ni procuran nuestro
amor. Más bien, es imposible para el común de los mortales. Sin embargo, se
hace realizable y hasta fácil cuando se ha entendido algo de Dios y se ha
aceptado su Misterio. Aunque lo más grandioso e impenetrable, lo verdaderamente
gozoso esté reservado todavía para cuando la fe deje paso a la Visión de Dios. Claro está
que, para llegar a ella, hay que aprender a morir. Y morir sin más.
JOSÉ MARÍA YAGÜE
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