"El que come de este pan vivirá siempre" (Jn 6,51).
Nos impresionan las palabras del Señor proclamadas en el
evangelio de hoy. Significan que la "muerte" no tiene ninguna
posibilidad de acceso allí donde se come "el pan de la vida". Sabemos
que el pan de la vida es la carne de Jesús entregada para la vida del mundo.
Quien come su carne vive en Cristo. Es transformado en una realidad eterna. Y
desde ahora. Vive ya la vida eterna, que es propia de Dios.
Después, el futuro: "Y yo lo resucitaré el último
día". El horizonte de la eucaristía es la resurrección de los muertos: "El que come mi carne y vive mi sangre tiene vida eterna". Nunca más el
horror del desierto, la angustia de la noche y las insidias del camino, sino la
vida eterna. Mejor aun, el misterio del amor que reina entre el Padre y el Hijo
en la Santísima Trinidad. La vida eterna esta presente en quien come el cuerpo
de Cristo. Es una realidad tangible. Es una vida que extiende y propaga el
fuego inagotable de Dios y transforma al hombre, preparándolo para la "boda eterna". Por cierto, siempre existe el riesgo de tropezar en las
propias limitaciones. Pero el Señor es el "pan vivo" que esta
continuamente a nuestra disposición, El nos ayuda a vivir en la fe, esperanza y
caridad y a gustar desde ahora, incluso sufriendo la soledad del desierto, la
verdad de la resurrección. No por nada la vida eterna es la resurrección.
Ahora sólo nos queda corear el gozo y la alegría de haber
encontrado en el corazón de nuestra vida un camino que no conocíamos. El camino
que conduce a la resurrección. Desde ahora, y hasta el final, la resurrección
esta aquí con nosotros: "El que come mi carne y bebe mi sangre tiene
vida eterna y yo lo resucitaré el último día" (Jn 6,54).
Te
damos gracias, Dios de eterno amor por el regalo de la eucaristía, comunión y
unión con Cristo y los hermanos. Cuando participamos en la eucaristía no sólo
nos unimos a Cristo y formamos una sola cosa con el ("un solo
cuerpo"), sino que nos ponemos en común unión entre nosotros y nos
convertimos en "un solo cuerpo" con Cristo y los demás. Te pedimos
perdón porque no siempre hemos experimentado el misterioso e irresistible
atractivo de la eucaristía, porque a veces hemos gastado el tiempo en conseguir
seguridades personales, embaucados por nuestros egoísmos y atrapados por la
desconfianza y la desesperación.
Te
rogamos, Padre, que nos concedas el don de la sabiduría para que comprendamos
que la fatigosa peregrinación por el desierto de nuestra vida es ya una
confortable estancia en la patria del cielo. Porque "no sólo de pan vive
el hombre", sino de ese "pan" que es él, en cuanto Hijo de Dios,
enviado al mundo para salvarlo. Te suplicamos que, comulgando del cuerpo de
Cristo, nos convirtamos en lo que somos, como nos dice san Agustín: cuerpo de
Cristo y miembros los unos de los otros. Este es el deseo profundo que queremos
cultivar con la oración y en el corazón: dejar que tú, Señor, obres este
milagro en nosotros. Tú eres el Señor; Tú lo puedes todo. Amén.
Cuando en 1975 me metieron en la cárcel, se abrió camino
dentro de mi una pregunta angustiosa: "¿Podré seguir celebrando la
eucaristía?". Fue la misma pregunta que más tarde me hicieron los fieles. En
cuanto me vieron, me preguntaron: "¿Ha podido celebrar la santa misa?".
En el momento en que vino a faltar todo, la eucaristía
estuvo en la cumbre de nuestros pensamientos: el pan de vida. "El que
come de este pan viviré siempre. Y el pan que yo daré es mi carne. Yo la doy
para la vida del mundo" (Jn 6,51).
¡Cuántas veces me acordé de la frase de los mártires de
Abitene (siglo IV), que decían: "¡Sine Dominica nón possumus!" ("No podemos vivir sin la celebración de la eucaristía").
En todo tiempo, y especialmente en época de persecución, la
eucaristía ha sido el secreto de la vida de los cristianos: la comida de los
testigos, el pan de la esperanza.
Eusebio de Cesarea recuerda que los cristianos no dejaban de
celebrar la eucaristía ni siquiera en medio de las persecuciones: "Cada
lugar donde se sufría era para nosotros un sitio para celebrar..., ya fuese un
campo, un desierto, un barco, una posada, una prisión...". El martirologio del siglo XX está lleno de narraciones conmovedoras de celebraciones
clandestinas de la eucaristía en campos de concentración. ¡Porque sin la
eucaristía no podemos vivir la vida de Dios! [...].
Cuando me arrestaron, tuve que marcharme en seguida, con las
manas vacías. Al día siguiente me permitieran escribir a los míos para pedir lo
más necesaria: ropa, pasta de dientes... Les puse: "Por Favor, enviadme un
poco de vino como medicina contra el dolor de estómago". Los fieles
comprendieron en seguida. Me enviaron una botellita de vino de misa, con esta
etiqueta: "Medicina contra el dolor de estómago", y hostias
escondidas en una antorcha contra la humedad.
La policía me preguntó:
- ¿Le duele el estómago?
- Si.
- Aquí tiene una medicina para usted.
Nunca podré expresar mi gran alegría: diariamente, con tres
gotas de vino y una gota de agua en la palma de la mano, celebré la misa. ¡Este
era mi altar y ésta era mi catedral! Era la verdadera medicina del alma y del
cuerpo: "Medicina de inmortalidad, remedio para no morir; sino para
vivir siempre en Jesucristo", como dice Ignacio de Antioquia.
A cada paso tenía ocasión de extender los brazos y clavarme
en la cruz con Jesús, de beber con él el cáliz más amago. Cada día, al recitar
las palabras de la consagración, confirmaba con todo el corazón y con toda el
alma un nuevo pacto, un pacto eterno entre Jesús y yo, mediante su sangre
mezclada con la mía. ¡Han sido las misas más hermosas de mi vida!
(F.X. Nguyen
Van Thuan, Testigos de esperanza. Ejercicios espirituales dados en el Vaticano
en presencia de S. S. Juan Pablo II, Ciudad Nueva, Roma 72000, 143-146;
traducción, Juan Gil Aguilar).
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