Vistas de página en total

Buscar este blog

jueves, 19 de junio de 2014

DOMINGO DEL CUERPO Y LA SANGRE DE CRISTO

"El que come de este pan vivirá siempre"  (Jn 6,51).



Nos impresionan las palabras del Señor proclamadas en el evangelio de hoy. Significan que la "muerte" no tiene ninguna posibilidad de acceso allí donde se come "el pan de la vida". Sabemos que el pan de la vida es la carne de Jesús entregada para la vida del mundo. Quien come su carne vive en Cristo. Es transformado en una realidad eterna. Y desde ahora. Vive ya la vida eterna, que es propia de Dios.
Después, el futuro: "Y yo lo resucitaré el último día". El horizonte de la eucaristía es la resurrección de los muertos: "El que come mi carne y vive mi sangre tiene vida eterna". Nunca más el horror del desierto, la angustia de la noche y las insidias del camino, sino la vida eterna. Mejor aun, el misterio del amor que reina entre el Padre y el Hijo en la Santísima Trinidad. La vida eterna esta presente en quien come el cuerpo de Cristo. Es una realidad tangible. Es una vida que extiende y propaga el fuego inagotable de Dios y transforma al hombre, preparándolo para la "boda eterna". Por cierto, siempre existe el riesgo de tropezar en las propias limitaciones. Pero el Señor es el "pan vivo" que esta continuamente a nuestra disposición, El nos ayuda a vivir en la fe, esperanza y caridad y a gustar desde ahora, incluso sufriendo la soledad del desierto, la verdad de la resurrección. No por nada la vida eterna es la resurrección.
Ahora sólo nos queda corear el gozo y la alegría de haber encontrado en el corazón de nuestra vida un camino que no conocíamos. El camino que conduce a la resurrección. Desde ahora, y hasta el final, la resurrección esta aquí con nosotros: "El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día" (Jn 6,54).


Te damos gracias, Dios de eterno amor por el regalo de la eucaristía, comunión y unión con Cristo y los hermanos. Cuando participamos en la eucaristía no sólo nos unimos a Cristo y formamos una sola cosa con el ("un solo cuerpo"), sino que nos ponemos en común unión entre nosotros y nos convertimos en "un solo cuerpo" con Cristo y los demás. Te pedimos perdón porque no siempre hemos experimentado el misterioso e irresistible atractivo de la eucaristía, porque a veces hemos gastado el tiempo en conseguir seguridades personales, embaucados por nuestros egoísmos y atrapados por la desconfianza y la desesperación.
Te rogamos, Padre, que nos concedas el don de la sabiduría para que comprendamos que la fatigosa peregrinación por el desierto de nuestra vida es ya una confortable estancia en la patria del cielo. Porque "no sólo de pan vive el hombre", sino de ese "pan" que es él, en cuanto Hijo de Dios, enviado al mundo para salvarlo. Te suplicamos que, comulgando del cuerpo de Cristo, nos convirtamos en lo que somos, como nos dice san Agustín: cuerpo de Cristo y miembros los unos de los otros. Este es el deseo profundo que queremos cultivar con la oración y en el corazón: dejar que tú, Señor, obres este milagro en nosotros. Tú eres el Señor; Tú lo puedes todo. Amén.



Cuando en 1975 me metieron en la cárcel, se abrió camino dentro de mi una pregunta angustiosa: "¿Podré seguir celebrando la eucaristía?". Fue la misma pregunta que más tarde me hicieron los fieles. En cuanto me vieron, me preguntaron: "¿Ha podido celebrar la santa misa?".
En el momento en que vino a faltar todo, la eucaristía estuvo en la cumbre de nuestros pensamientos: el pan de vida. "El que come de este pan viviré siempre. Y el pan que yo daré es mi carne. Yo la doy para la vida del mundo" (Jn 6,51).
¡Cuántas veces me acordé de la frase de los mártires de Abitene (siglo IV), que decían: "¡Sine Dominica nón possumus!" ("No podemos vivir sin la celebración de la eucaristía").
En todo tiempo, y especialmente en época de persecución, la eucaristía ha sido el secreto de la vida de los cristianos: la comida de los testigos, el pan de la esperanza.
Eusebio de Cesarea recuerda que los cristianos no dejaban de celebrar la eucaristía ni siquiera en medio de las persecuciones: "Cada lugar donde se sufría era para nosotros un sitio para celebrar..., ya fuese un campo, un desierto, un barco, una posada, una prisión...". El martirologio del siglo XX está lleno de narraciones conmovedoras de celebraciones clandestinas de la eucaristía en campos de concentración. ¡Porque sin la eucaristía no podemos vivir la vida de Dios! [...].
Cuando me arrestaron, tuve que marcharme en seguida, con las manas vacías. Al día siguiente me permitieran escribir a los míos para pedir lo más necesaria: ropa, pasta de dientes... Les puse: "Por Favor, enviadme un poco de vino como medicina contra el dolor de estómago". Los fieles comprendieron en seguida. Me enviaron una botellita de vino de misa, con esta etiqueta: "Medicina contra el dolor de estómago", y hostias escondidas en una antorcha contra la humedad.
La policía me preguntó:
- ¿Le duele el estómago?
- Si.
- Aquí tiene una medicina para usted.
Nunca podré expresar mi gran alegría: diariamente, con tres gotas de vino y una gota de agua en la palma de la mano, celebré la misa. ¡Este era mi altar y ésta era mi catedral! Era la verdadera medicina del alma y del cuerpo: "Medicina de inmortalidad, remedio para no morir; sino para vivir siempre en Jesucristo", como dice Ignacio de Antioquia.
A cada paso tenía ocasión de extender los brazos y clavarme en la cruz con Jesús, de beber con él el cáliz más amago. Cada día, al recitar las palabras de la consagración, confirmaba con todo el corazón y con toda el alma un nuevo pacto, un pacto eterno entre Jesús y yo, mediante su sangre mezclada con la mía. ¡Han sido las misas más hermosas de mi vida! 
(F.X. Nguyen Van Thuan, Testigos de esperanza. Ejercicios espirituales dados en el Vaticano en presencia de S. S. Juan Pablo II, Ciudad Nueva, Roma 72000, 143-146; traducción, Juan Gil Aguilar).


Lecturas del día:

Vídeo:


No hay comentarios:

Publicar un comentario