Los evangelios han recogido el recuerdo de tres mujeres
admirables que, al amanecer del sábado, se han acercado al sepulcro donde ha
sido enterrado Jesús. No lo pueden olvidar. Lo siguen amando más que a nadie.
Mientras tanto, los varones han huido y permanecen tal vez escondidos.
El mensaje, que escuchan al llegar, es de una importancia
excepcional. El evangelio más antiguo dice así: “¿Buscáis a Jesús de
Nazaret, el crucificado? No está aquí. Ha resucitado”. Es un error buscar a
Jesús en el mundo de la muerte. Está vivo para siempre. Nunca lo podremos
encontrar donde la vida está muerta.
No lo hemos de olvidar. Si queremos encontrar a Cristo
resucitado, lleno de vida y fuerza creadora, no lo hemos de buscar en una
religión muerta, reducida al cumplimiento externo de preceptos y ritos
rutinarios, o en una fe apagada, que se sostiene en tópicos y fórmulas
gastadas, vacías de amor vivo a Jesús.
Entonces, ¿dónde lo podemos encontrar? Las mujeres reciben
este encargo: “Ahora id a decir a sus discípulos y a Pedro: Él va delante de
vosotros a Galilea. Allí lo veréis”. ¿Por qué hay que volver a Galilea para ver
al Resucitado? ¿Qué sentido profundo se encierra en esta invitación? ¿Qué se
nos está diciendo a los cristianos de hoy?
En Galilea se escuchó, por vez primera y en toda su pureza,
la Buena Noticia de Dios y el proyecto humanizador del Padre. Si no volvemos a
escucharlos hoy con corazón sencillo y abierto, nos alimentaremos de doctrinas
venerables, pero no conoceremos la alegría del Evangelio de Jesús, capaz de
“resucitar” nuestra fe.
A orillas del lago de Galilea, empezó Jesús a llamar a sus
primeros seguidores para enseñarles a vivir con su estilo de vida, y a
colaborar con él en la gran tarea de hacer la vida más humana. Hoy Jesús sigue
llamando. Si no escuchamos su llamada y él no “va delante de nosotros”, ¿hacia
dónde se dirigirá el cristianismo?
Por los caminos de Galilea se fue gestando la primera
comunidad de Jesús. Sus seguidores viven junto a él una experiencia única. Su
presencia lo llena todo. Él es el centro. Con él aprenden a vivir acogiendo,
perdonando, curando la vida y despertando la confianza en el amor insondable de
Dios. Si no ponemos, cuanto antes, a Jesús en el centro de nuestras
comunidades, nunca experimentaremos su presencia en medio de nosotros.
Si volvemos a Galilea, la “presencia invisible” de Jesús
resucitado adquirirá rasgos humanos al leer los relatos evangélicos, y su
“presencia silenciosa” recobrará voz concreta al escuchar sus palabras de
aliento.
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