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martes, 29 de abril de 2014

¿HABÉIS PUESTO EN DIOS VUESTRA ESPERANZA?

             San Pedro lo afirma: “habéis puesto en Dios vuestra fe y vuestra esperanza”. Los cristianos de hoy no somos tan asertivos. Son muchos los motivos que nos inducen a ponerlo entre interrogantes. La anemia espiritual, el escaso impulso misionero, las dudas y sospechas sobre la validez de nuestra pastoral, los complejos de inferioridad ante el mundo secularizado, nuestras propias divisiones internas, “la indiferencia ante los indiferentes” (Juan Martín Velasco)... y un largo etc. nos hacen pensar que nuestra esperanza no está puesta en Dios, ni en Jesucristo Resucitado, ni en la fuerza de su Espíritu, sino que queremos edificar la Iglesia sobre nuestras propias fuerzas. Es manifiesto el contraste entre la confianza de los nuevos santos, Juan XXIII y Juan Pablo II, y las vacilaciones de nosotros, curas y laicos del momento presente. A pesar de todas las llamadas “a armar lío” del papa Francisco, de sus insistentes exhortaciones a salir a las periferias, de su admirable ejemplo de vivir la alegría y la misericordia evangélicas de manera novedosa, no salimos de nuestros muros y, cuando lo hacemos, es para retornar a la “aldea” de los asuntos propios.

            El feroz individualismo de nuestra cultura liberal, la concepción de la felicidad como la inmediata satisfacción de los deseos y la exclusión de cualquier clase de dolor y de compromiso de futuro, nos están impidiendo dejarnos acompañar. Preferimos estar solos. Como solos iban y ciegos, alejándose del grupo, aquellos dos discípulos “de vuelta” a Emaús. Menos mal que se dejaron acompañar, si bien a cajas destempladas al comienzo (“¿eres tú el único que no sabes lo que ha pasado?”), y supieron escuchar al viajante anónimo del camino. Pronto empezaron a “arder sus corazones”. Y se abrieron hasta conceder hospitalidad al desconocido.

            ¿Qué tiene que ocurrir entre nosotros para que en lo cotidiano, en nuestros espacios ordinarios, en la normalidad de la vida abramos las puertas a Jesucristo y nos dejemos acompañar por él? ¿Cómo hallar la alegría del Evangelio en el servicio sencillo y anónimo del día a día? ¿Es que sólo es posible vibrar y hacer vibrar a los “creyentes” de hoy en grandes acontecimientos, en montajes extraordinarios, en viajes costosos y alejados de la vida común? ¿Cómo aprender a salir al paso de los decepcionados en los caminos rutinarios de la vida? ¿Cómo exigirnos a nosotros mismos para buscar y acompañar a quienes perdieron la ilusión de “ser” y derrochan su vida en la embriaguez del éxito, del dinero o del placer como único horizonte vital?

            Si, rescatando sepulcro de Don Quijote, encontraba Unamuno el modo de “desencadenar un delirio, un vértigo, una locura cualquiera sobre las pobres muchedumbres ordenadas y tranquilas que nacen, comen, duermen, se reproducen y mueren”, nosotros lo tenemos más a mano. Sí, habrá que ir al sepulcro de Jesucristo.  Encontrarlo vacío como la Magdalena. Para, después, encontrarse con Jesucristo Viviente que le dice: “os espero en Galilea”. Sí, en la Galilea de los gentiles, en las plácidas planicies de la agricultura o de la pesca en el lago, en calma unas veces y otras agitado por vientos contrarios. Por muy complejo, industrioso y variable que sea nuestro mundo de hoy,  éste es el campo en que el Señor nos llama a encontrarlo y manifestarlo con nuevo vigor y confianza.

                                                                                    JOSÉ MARÍA YAGÜE

N. B. He estado tentado esta semana a no escribir nada nuevo y remitir a mi reflexión de hace tres años porque me parece que sigue teniendo total validez. Pero me pareció demasiado cómodo. Quien quiera releerla, la encontrará fácilmente en valdelosa.com, año 2011, 4 de abril  con el título de “Tomad en serio vuestro proceder en la vida”.



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