"Está bien esperar en silencio la salvación del Señor" (Lam 3,6)
Sábado Santo: día de la sepultura de Dios. ¿No es acaso, de
forma impresionante, nuestro día? ¿No comienza nuestro siglo a ser un gran
Sábado Santo, día de la ausencia de Dios en el que incluso los discípulos
experimentan un vacío que aletea en el corazón, que se extiende cada vez más, y
por esta razón se preparan llenos de vergüenza y angustia a volver a casa y se
encaminan sombríos y apesadumbrados en su desesperación hacia Emaús, sin
darse cuenta de que aquel que creían muerto está en medio de ellos?
"Descenso al infierno" -esta confesión del Sábado
Santo- significa que Cristo ha sobrepasado la puerta de la soledad, que ha
tocado el fondo inalcanzable e insuperable de nuestra condición de soledad.
Significa que aun en la noche externa, no franqueada por palabra alguna, en la
que todos somos como niños expulsados, llorando, se oye una voz que nos llama,
una mano que nos coge y nos guía. La soledad insuperable del hombre ha sido
superada desde el momento en que él ha pasado por esta soledad. El infierno ha
sido vencido desde que el amor ha entrado en la región de la muerte y la
"tierra de nadie" de la soledad ha sido habitada por él (J. Ratzinger
y W. Congdon, “Sabato della storia”, Milano 1998, 43-46,
passim).
En el silencio de la ausencia en que se pierden los muertos,
experimentamos la expulsión de Jesús de la tierra de los vivos. Aguardamos la
última palabra del Dios vivo, esperando contra toda esperanza su intervención
suprema a favor del Justo: Sin defensa, sin justicia, se lo llevaron; e
intercedió por los pecadores.
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