"Se
humillaba y no abría la boca" (Is 53,7a)
La pasión del Señor nos pone en silencio. Un silencio más
profundo que las múltiples voces que nos rodean y que habitualmente nos
invaden. De lo hondo del corazón brota una pregunta que no podemos evitar: ¿por
qué?
La respuesta nos la da el mismo Jesús, que
dice: "Esta es mi sangre derramada por todos, para el perdón de
los pecados"(Mt 26,28). Contemplemos al Hijo del hombre, al Señor
glorioso, humillado por nosotros, injuriado, perseguido. Miremos al Hijo de
Dios, que no baja de la cruz para salvarse a sí mismo, sino que se queda
crucificado para salvarnos a todos nosotros. Fiel al designio del Padre, fiel
al amor al hombre, ha asumido el abandono extremo debido al pecado, para que
nosotros, libres, pudiésemos gustar la alegría de la comunión con Dios.
Que se conmueva la tierra por nuestra habitual indiferencia,
que se despedacen las rocas de los corazones empedernidos. Hoy se nos
brinda la gracia de la pasión de Cristo. Al nombre de Jesús, también nosotros
doblamos las rodillas y, en silencio, humildemente, dejamos nuestro pecado a
los pies de su cruz gloriosa, de su cruz de amor.
Tu rostro, Señor Jesús, es el rostro del Dios humilde que
nos ama hasta despojarse, hasta hacerse pobre entre nosotros. Tu rostro es el
rostro de nuestro dolor, de nuestra soledad, de nuestra angustia, de nuestra
muerte que has querido asumir para que ya no estuviésemos solos y desesperados.
Haz que aprendamos a reconocer esta revelación
desconcertante de tu omnipotencia, la omnipotencia de quien ama hasta compartir
el sufrimiento, hasta dejarse crucificar por nuestro amor. Enséñanos lo que
significa amar como tú nos amas, para aceptar en silencio el participar en tu
misterio de pasión y muerte y gustar contigo el gozo de la victoria plena y
total sobre la división, el pecado y la muerte.
Venid y, al mismo tiempo que ascendemos al monte de los
Olivos, salgamos al encuentro de Cristo, que vuelve hoy de Betania y, por
propia voluntad, se apresura hacia su venerable y dichosa pasión para llevar a
plenitud el misterio de la salvación de los hombres. Va libremente hacia
Jerusalén. Corramos, pues, a una con quien se apresura a su pasión e imitemos a
quienes salieron a su encuentro. Y no para extender por el suelo, a su paso,
ramos de olivo, vestiduras o palmas, sino para prosternarnos nosotros mismos,
con la disposición más humillada de la que seamos capaces y con el más limpio
propósito, de manera que acojamos al Verbo que viene y así logremos recibir en
nosotros mismos a aquel Dios que ningún lugar es capaz de contener.
Alégremonos, pues, porque se nos ha presentado mansamente el
que es manso y que asciende sobre el ocaso de nuestra ínfima vileza, para venir
hasta nosotros y convivir con nosotros, de modo que pueda, por su parte,
llevarnos hasta la familiaridad con él.
Así es como nosotros deberíamos prosternarnos a los pies de
Cristo, no poniendo bajo sus pies nuestras túnicas o unas ramas inertes, que
muy pronto perderían su verdor, su fruto y su aspecto agradable, sino
revistiéndonos de su gracia, es decir, de él mismo, pues "los que os
habéis incorporado a Cristo por el bautismo os habéis revestido de
Cristo" (Gál 3,27). Así debemos ponemos a sus pies, como si fuéramos
unas túnicas (Andrés de Creta, Sermón 9 sobre el domingo de Ramos, PG
97, 990-994).
Lecturas del día:
Vídeo de la festividad:
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