"Y no
seas incrédulo, sino creyente" (Jn 20,27)
En el evangelio se aparece Jesús a los discípulos cuando
están reunidos. Los abraza con su mirada, les da la paz, les entrega el
Espíritu Santo y les muestra sus llagas, signos de la crucifixión. Jesús les
hace constatar a través de las dudas de Tomás que el que está delante de ellos
es de verdad el Señor resucitado. También nosotros estamos reunidos hoy para
tocar las llagas de Jesús, unas llagas gloriosas ahora, aunque siguen visibles
en su cuerpo glorificado, como signo de su amor. Aparecen justamente como la
declaración escrita, en su cuerpo, del amor que le llevó a morir por nosotros
en la cruz. Señor Dios nuestro, en la plenitud de tu amor nos has dado a
tu Hijo unigénito y, añadiendo don sobre don, has derramado en nosotros la
abundancia de tu Espíritu de santidad.
Se apareció por segunda vez a los apóstoles, para satisfacer
el deseo de Tomás, y su deseo les fue útil también a los otros; ahora, tras ver
a Cristo, Tomás no tiene menos que los otros. Compensa, en efecto, la pérdida
que le supuso no haber visto antes mediante la visión combinada con el tacto.
Si hubiera sido de verdad incrédulo, como piensan algunos, Cristo no se habría
dignado aparecérsele después de su propia resurrección.
Que estuviera ausente, que hubiera pedido con cierta
insistencia ver y tocar al Señor..., todo eso estaba dispuesto para nuestra
salvación. Así conoceríamos con mayor evidencia la verdad de la resurrección
del Señor, una verdad que Tomás, tras haber sido reprochado por su necesaria
curiosidad, confirmó diciéndole: «¡Señor mío y Dios mío!» (Gaudencio
de Brescia, Sermón XVII, 6-9).
Señor Dios nuestro, en la plenitud de tu amor nos has dado a tu Hijo unigénito y, añadiendo don sobre don, has derramado en nosotros la abundancia de tu Espíritu de santidad. Custodia esos tesoros tan grandes, urge en nuestro ánimo el deseo de caminar hacia ti con pureza de corazón y santidad de vida. Que podamos vivir con fe y amor, con serenidad y fortaleza, los pequeños y los grandes sufrimientos de la vida diaria, a fin de que, purificados de todo fermento de mal, lleguemos juntos al banquete de la pascua eterna que has preparado desde siempre para nosotros, tus hijos, pecadores perdonados por medio de tu Cristo.
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