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martes, 15 de abril de 2014

PASCUA DE RESURRECCIÓN

            Tras la Semana Mayor del año cristiano, cuando cada creyente trata de adentrarse en el misterio del dolor y de la muerte a través de la inconcebible pasión y muerte de Jesucristo, amanece la mañana de Pascua, que nos trae la mejor noticia: la muerte ha sido vencida, ha triunfado la Vida. Eso quiere decir, entre otras cosas, que hay que optar por la Vida. Es absurdo no apostar al ganador. La paradoja consiste en que el triunfo definitivo pasa por el fracaso. Cristo, dentro de su andadura humana, no es un triunfador sino un vencido. Los momentos de gloria del Jesús histórico son efímeros: breves instantes de éxito en las curaciones que él trata de silenciar al máximo imponiendo el secreto (“no se lo digas a nadie”); los vítores del domingo de Ramos, aclamado por niños y gentes del camino, pero aún así montado en un burrito y puesto en cuestión por los principales, para acabar cinco días después condenado y ajusticiado.

            Lo que queda en la intrahistoria es la condena a muerte y finalmente la Cruz. De tejas abajo, Jesús es un fracasado. Esto no lo puede olvidar la Iglesia, como parece que ocurrió en el Barroco y prosigue hoy en todos los barroquismos de vestimentas, títulos y grandezas que históricamente han acompañado a los “dignatarios” eclesiásticos. Con vigor y rigor, el papa Francisco inaugura felizmente un nuevo estilo simplificador que Dios quiera dé paso a una diferente autocomprensión eclesial. El mismo papa nos está enseñando a ponernos del lado de las víctimas. No, no hay que apostar por los ganadores. Hay que salir a las periferias, oler a oveja, acercarse a los encarcelados, ancianos, disminuidos, pobres. Esto está en el centro del programa del Papa, como lo estuvo en el de Cristo. Es muy curioso que Jesús, durante su vida pública, sube una vez a Jerusalén por la fiesta (probablemente la Pascua) y su primera visita es a los enfermos postrados junto a la piscina de Betesda, esperando poder ser sanados por sus aguas curativas. El lugar de Cristo son los perdedores y los perdidos.

            Esto es lo que más nos cuesta comprender y practicar a los cristianos: que para llegar a la gloria, a la resurrección, hay que atravesar por noches, subidas, dolor y muerte. ¡Mucho cuidado cuando todo nos sonríe y nos va bien! Si en esas, no nos acercamos tampoco al sufrimiento de nuestros semejantes y pasamos indiferentes ante tanto dolor, injusticia y padecimientos de los que nos rodean, es casi seguro que no estamos entendiendo el misterio de la Pascua, del triunfo de la Vida, de la Resurrección. Porque la Resurrección sólo adviene cuando antes se ha muerto. La experiencia pascual en esta vida, con sus armónicos de alegría, paciencia y valor ante las adversidades, sólo se obtiene cuando el creyente entra en una comunión de vida y amor con Jesucristo muerto y resucitado. Que, “al fin, para el fin del amor hemos sido criados” (S. Juan de la Cruz). Pero esta comunión de amor pasa ineludi-blemente por sentir y vivir el dolor de las víctimas de este mundo opuesto a Cristo. Ante la Cruz no se pasa con indiferencia: o se comparte su angustia y  dolor o, como el mal ladrón y tantos otros, se reniega de Jesucristo increpándolo por no bajar de ella.

                                                                                             JOSÉ MARÍA YAGÜE




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