Tras la Semana Mayor del año cristiano,
cuando cada creyente trata de adentrarse en el misterio del dolor y de la
muerte a través de la inconcebible pasión y muerte de Jesucristo, amanece la
mañana de Pascua, que nos trae la mejor noticia: la muerte ha sido vencida, ha
triunfado la Vida. Eso quiere
decir, entre otras cosas, que hay que optar por la
Vida. Es absurdo no apostar al ganador. La
paradoja consiste en que el triunfo definitivo pasa por el fracaso. Cristo,
dentro de su andadura humana, no es un triunfador sino un vencido. Los momentos
de gloria del Jesús histórico son efímeros: breves instantes de éxito en las
curaciones que él trata de silenciar al máximo imponiendo el secreto (“no se lo
digas a nadie”); los vítores del domingo de Ramos, aclamado por niños y gentes
del camino, pero aún así montado en un burrito y puesto en cuestión por los
principales, para acabar cinco días después condenado y ajusticiado.
Lo que
queda en la intrahistoria es la condena a muerte y finalmente la
Cruz. De tejas abajo, Jesús es un
fracasado. Esto no lo puede olvidar la Iglesia , como parece que ocurrió en el Barroco y prosigue
hoy en todos los barroquismos de vestimentas, títulos y grandezas que
históricamente han acompañado a los “dignatarios” eclesiásticos. Con vigor y
rigor, el papa Francisco inaugura felizmente un nuevo estilo simplificador que
Dios quiera dé paso a una diferente autocomprensión eclesial. El mismo
papa nos está enseñando a ponernos del lado de las víctimas. No, no hay que
apostar por los ganadores. Hay que salir a las periferias, oler a oveja,
acercarse a los encarcelados, ancianos, disminuidos, pobres. Esto está en el
centro del programa del Papa, como lo estuvo en el de Cristo. Es muy curioso
que Jesús, durante su vida pública, sube una vez a Jerusalén por la fiesta
(probablemente la Pascua )
y su primera visita es a los enfermos postrados junto a la piscina de Betesda,
esperando poder ser sanados por sus aguas curativas. El lugar de Cristo son los
perdedores y los perdidos.
Esto es lo
que más nos cuesta comprender y practicar a los cristianos: que para llegar a
la gloria, a la resurrección, hay que atravesar por noches, subidas, dolor y
muerte. ¡Mucho cuidado cuando todo nos sonríe y nos va bien! Si en esas, no nos
acercamos tampoco al sufrimiento de nuestros semejantes y pasamos indiferentes
ante tanto dolor, injusticia y padecimientos de los que nos rodean, es casi
seguro que no estamos entendiendo el misterio de la Pascua , del triunfo de la Vida , de la Resurrección.
Porque la
Resurrección sólo adviene cuando antes se ha muerto. La
experiencia pascual en esta vida, con sus armónicos de alegría, paciencia y
valor ante las adversidades, sólo se obtiene cuando el creyente entra en una
comunión de vida y amor con Jesucristo muerto y resucitado. Que, “al fin, para
el fin del amor hemos sido criados” (S. Juan de la Cruz ). Pero esta comunión de
amor pasa ineludi-blemente por sentir y vivir el dolor de las víctimas de este
mundo opuesto a Cristo. Ante la
Cruz no se pasa con indiferencia: o se comparte su angustia y
dolor o, como el mal ladrón y tantos
otros, se reniega de Jesucristo increpándolo por no bajar de ella.
JOSÉ MARÍA YAGÜE
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