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martes, 1 de abril de 2014

SI CREES, VERÁS LA GLORIA DE DIOS

            No es fácil la fe. A toda persona le resulta difícil creer. Sobre todo si por fe entendemos confiar de lleno en alguien o Alguien. Según están las cosas en nuestras sociedades modernas, ¿quién se fía y de quién? ¿No estarán lacrados hoy el matrimonio, la vida familiar, la política, los negocios y tantas otras realidades cotidianas por la merma de confianza? Si en los asuntos temporales y visibles, la fe es tan escasa, ¿cómo depositar fe y confianza en algo que escapa a nuestros sentidos? Mucho más difícil aún creer “en la resurrección de los muertos y en la vida eterna” si esa vida ultraterrena la asociamos a imágenes ingenuas, idílicas y absolutamente irreales. Cualquier intento de pensar en el más allá de manera concreta e imaginable choca con un muro infranqueable. Como querer poner cuerpo a lo puramente espiritual. Imposible.

            La resurrección de Lázaro, que se nos propone el domingo próximo dentro del itinerario de la Cuaresma, tampoco ayuda para comprender la vida eterna. Lo único que nos enseña es que Jesucristo tiene poder sobre la muerte. Que Dios saca vida de donde sólo hay ya despojos humanos. Esto es mucho, muchísimo, porque nos muestra que Dios es creador y recreador. Pero la vida resucitada de Lázaro nada tiene que ver con “la vida eterna”. Es una vuelta a la vida histórica que ha de terminar de nuevo. Por el contrario, la vida de la que habla Jesús cuando nos dice “Yo soy la resurrección y la Vida” es una vida que no termina. Es para siempre, eterna.

            Últimamente he leído algún comentario católico hablando de la vida que esperamos más allá de la muerte como una “reintegración en el Uno“, como una especie de asunción en una divinidad panteísta en la que no queda nada de nuestra propia singularidad, en la que el “yo” se disuelve como una gota de agua en el océano y prácticamente desaparece. No es satisfactoria tal interpretación. Cuando en el Credo decimos “creo en la resurrección de la carne”, no estamos hablando de la materia, de los minerales y células que componen nuestra actual corporalidad. Lo que aquí significa “carne” es nuestra individualidad. Y nuestra capacidad de comunicarnos como personas singulares con Dios y con otras personas. Si el “yo” desaparece del todo, no estamos ya en la fe de la Iglesia en la resurrección. Resurrección es el yo confiado absolutamente a Dios Padre, para vivir siempre en Él.

            Ahora bien, ¿cómo ocurre esto? Aquí nos perdemos y nada podemos afirmar más allá del hecho. La revelación nos habla del hecho de la resurrección, no del cómo de la resurrección. Me parece luminosa la confesión de fe de Hans Küng, citada por J.A. Pagola: morirse es “descansar en el misterio de la misericordia de Dios”. O como intuía J.L. Martín Descalzo en su inspirado y conocido soneto:

Morir sólo es morir. Morir se acaba.
Morir es una hoguera fugitiva.
Es cruzar una puerta a la deriva
y encontrar lo que tanto se buscaba.


                                                                                        JOSÉ MARÍA YAGÜE


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