"Tu
Palabra me da vida" (Sal 118,50b)
Se da una conexión progresiva en los grandes textos de Juan
leídos a lo largo de estos últimos domingos de cuaresma. Después de haber
hablado del don de Dios (el agua viva), Jesús, verdadera Luz, ha abierto los
ojos al ciego de nacimiento. Estas acciones simbólicas anunciaban el bautismo,
es decir, el renacimiento por el agua y el Espíritu. Hoy, otra acción simbólica
nos habla de las consecuencias del bautismo: la vida nueva e imperecedera.
Entre las múltiples consideraciones posibles, nos detenemos
en el llanto de Jesús junto a la tumba de su amigo Lázaro. Si sabía que iba a
devolverle la vida, ¿por qué llora? Sus lágrimas, tan reales, tienen también un
valor simbólico. Se trata de todas las miserias humana -cuyo culmen es la
muerte corporal-, que producen en Jesús esas lágrimas de compasión. Todo el
misterio de la redención es un misterio de compasión y de amor.
La resurrección de Lázaro provocará directamente la condena
a muerte de Jesús, que libra a los demás de la muerte a precio de su propia
muerte. Los judíos dirán: "¡Ha resucitado a Lázaro, que se salve a sí
mismo!". Pero si Jesús se salvara a sí mismo, no podría salvarnos. El
amor es don. En Jesús vence el amor precisamente al no salvarse a sí mismo,
sino muriendo por nosotros. Pues el amor, para vencer, debe saber perder: ésta
es la ley fundamental del cristiano. No podemos obtener ningún bien para los
demás sin perder nosotros mismos por amor.
Señor Jesús, eres nuestro amigo. Sabemos que nos amas
muchísimo y que con frecuencia haces con nosotros lo mismo que con tus amigos
de Betania. Cuántas veces y en cuántas circunstancias te llamamos, y tú no
acudes enseguida. Tus demoras nos dejan preocupados. Tus retrasos nos hacen morir.
Pero tú sabes por qué. Tú sabes lo que favorece a tus
amigos. Tú sabes lo que más conviene a los que amas. Todo lo dispones para
hacer que creamos, para llevarnos a una fe más madura y a una esperanza más
firme. Mejor es tu llanto por nosotros que nuestro vivir tranquilo. Mejor es
morir para resucitar escuchando tu grito que nos llama. Señor Jesús, cuando por
nuestra miseria estemos muertos, desintegrados, no permitas que dejemos de
creer que tú lo puedes todo, porque lo quieres por la fuerza de tu amor y tu
obediencia al Padre.
El Padre siempre te escucha porque se complace en ti. Tú,
que eres la vida y compartes nuestro morir cotidiano, tú nos harás salir del
sepulcro, de todos los sepulcros en los que caemos por la debilidad de nuestra
fe.
Dígnate, Señor, venir a mi tumba y lavarme con tus lágrimas:
en mis ojos áridos no tengo tantas para lavar mis culpas.
Si lloras por mí, me salvaré. Si soy digno de tus lágrimas,
desaparecerá el hedor de mis pecados.
Si merezco que llores un momento por mí, me llamarás de la
tumba de este cuerpo y dirás: "Ven afuera", - para que mis
pensamientos no queden encerrados en el estrecho espacio de esta carne, sino
que salgan al encuentro de Cristo para vivir en la luz; para que no piense en
las obras de las tinieblas, sino en las del día: el que piensa en el pecado
trata de encerrarse en sí mismo.
Señor, llama a tu siervo que salga afuera: a pesar de las
ataduras de mis pecados que me oprimen, con los pies vendados y las manos
atadas, y aunque esté sepultado en mis pensamientos y obras muertas, a tu grito
saldré libre y me convertiré en un comensal de tu banquete. Tu casa se inundará
de perfume si conservas lo que te has dignado redimir.
(San Ambrosio, La
penitencia, II, 71)
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