«Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de
arriba» (Col 3,1)
Icono al fresco de la Anastasis (Resurrección). Cora, Constantinopla, siglo XIV |
«Mi alegría, Cristo, ha
resucitado.» Con estas palabras solía saludar san Serafín de Sarov a quienes le
visitaban.
Con ello se convertía en
mensajero de la alegría pascual en todo tiempo. En el día de pascua, y a través
del relato evangélico, el anuncio de la resurrección se dirige a todos los
hombres por los mismos ángeles y, después de ellos, por las piadosas mujeres a
la vuelta del sepulcro, por los apóstoles y por los cristianos de las
generaciones pasadas, ahora vivas para siempre en El que vive. Sus palabras son
una invitación, casi una provocación. Esas palabras hacen resurgir en el
corazón de cada uno de nosotros la pregunta fundamental de la vida: ¿quién es
Jesús para ti? Ahora bien, esta pregunta se quedaría para siempre como una
herida dolorosamente abierta si no indicara al mismo tiempo el camino para
encontrar la respuesta. No hemos de buscar entre los muertos al Autor de la
vida. No encontraremos a Jesús en las páginas de los libros de historia o en
las palabras de quienes lo describen como uno de tantos maestros de sabiduría
de la humanidad. Él mismo, libre ya de las cadenas de la muerte, viene a
nuestro encuentro; a lo largo del camino de la vida se nos concede encontrarnos
con él, que no desdeña hacerse peregrino con el hombre peregrino, o mendigo, o
simple hortelano.
Él, el Inaprensible, el
totalmente Otro, se deja encontrar en su Iglesia, enviada a llevar la buena
noticia de la resurrección hasta los confines de la tierra. En consecuencia,
sólo hay una cuestión importante de verdad: ponernos en camino al alba, no
demorarnos más, encadenados como estamos por los prejuicios y los temores, sino
vencer las tinieblas de la duda con la esperanza.
¿Por qué no habría de suceder
todavía hoy que encontráramos al Señor vivo? Más aún, es cierto que puede
suceder. El modo y el lugar serán diferentes, personalísimos para cada uno de
nosotros. El resultado de este acontecimiento, en cambio, será único: la
transformación radical de la persona. ¿Encuentras a un hermano que no siente
vergüenza de saludarte diciendo: «Mi alegría, Cristo, ha resucitado»? Pues bien,
puedes estar seguro de que ha encontrado a Cristo. ¿Encuentras a alguien
entregado por completo a los hermanos y absolutamente dedicado a las cosas del
cielo? Pues bien, puedes estar seguro de que ha encontrado a Cristo... Sigue sus
pasos, espía su secreto y llegará también para ti esa hora tan deseada.
Haz, Señor, que también nosotros nos sintamos llamados,
vistos, conocidos por ti, que eres el Presente, y podamos descubrir así el
valor único de nuestra vida en medio de la inmensa multitud de las otras
criaturas.
Danos un corazón humilde, abierto y disponible, para poder
encontrarte y permitir que nos marques con tu sello divino, que es como una
herida profunda, como un dolor y una alegría sin nombre: la certeza de estar
hechos para ti, de pertenecerte y de no poder desear otra cosa que la comunión
de vida contigo, nuestro único Señor.
A ti queremos acercarnos en esta mañana de pascua, con
los pies desnudos de la esperanza, para tocarle con la mano vacía de la
pobreza, para mirarte con los ojos puros del amor y escucharte con los oídos
abiertos do la fe. Y mientras, angustiados, vamos hacia ti, invocamos tu
nombre, que resuena como música y como canto en lo más íntimo de nuestro
corazón, donde el Espíritu, con gemidos inefables, llora nuestro dolor y con
dulzura y vigor nos envía por los caminos del amor.
Estarás en condiciones de reconocer que tu espíritu ha
resucitado plenamente en Cristo si puede decir con íntima convicción: «¡Si
Jesús vive, eso me basta!». Estas palabras expresan de verdad una adhesión
profunda y digna de los amigos de Jesús. Cuan puro es el afecto que puede
decir: «¡Si Jesús vive, eso me basta!». Si él vive, vivo yo, porque mi alma
está suspendida de él; más aún, él es mi vida y todo aquello de lo que tengo
necesidad.
¿Qué puede faltarme, en efecto, si Jesús vive? Aun cuando me
faltara todo, no me importa, con tal de que viva Jesús... Incluso si a él le
complaciera que yo me faltara a mí mismo, me basta con que él viva, con tal que
sea para él mismo. Sólo cuando el amor de Cristo absorba de este modo tan total
el corazón del hombre, hasta el punto de que se abandone y se olvide de sí
mismo y sólo se muestre sensible a Jesucristo y a todo lo relacionado con él,
sólo entonces será perfecta en él la caridad (Guerrico de Igny, Serrno in
Pascha, i, 5).
Lecturas del día:
Vídeo:
No hay comentarios:
Publicar un comentario