"Vosotros sed perfectos, como vuestro Padre celestial es
perfecto" (Mt 5,48)
La santidad pertenece únicamente a Dios, y nadie puede
reclamarla nunca para sí. La distancia entre nuestro carácter de criaturas y el
Creador, la fractura entre nuestros deseos y nuestras realizaciones, la
necesidad de ajustar las cuentas con los compromisos y dolores de la historia
nos impiden creer que nuestra filiación divina sea algo que se nos debe. Desde
este punto de vista, el balance de la historia es aún ruinoso: no somos santos.
Con todo, podemos construir la santidad en parte,
armonizando nuestra propia vida con el designio de justicia que Dios ha pensado
para el mundo. Lo hacen «los pobres en el espíritu», que no consiguen encontrar
en ellos mismos motivos para ir hacia delante y se confían al grano de mostaza
del Reino de Dios. Lo hacen los «servidores» del Señor, que intentan imitar el
obrar misericordioso de Dios en la historia para convertirse en un posible
signo de salvación, en un poco de levadura del Reino de Dios.
Se trata de tareas desmesuradas, que nadie consigue llegar a
término por sí solo. Únicamente si nos confiamos a aquella parte todavía no
revelada de nosotros mismos, a la semejanza que nos hace hijos e hijas de Dios
y amados por él, sólo si creemos y nos confiamos con fe y amor a la promesa de
nuestro bautismo, llegaremos a comprender cómo la salvación forma parte ya de
nuestra vida y que es propio de la santidad de Dios sostener nuestra santidad.
Padre santo, tú nos has llamado hijos tuyos. Nosotros te damos
gracias por tu santidad, que conduce la historia. No comprendemos todavía hasta
el fondo lo que significa sentirse amados por tu santidad, pero tú mantienes
viva en nosotros la imagen que has proyectado para cada uno.
Hijo justo del Padre, tú nos has abierto un paso en la
historia, donde conseguimos ver cómo actúa el Padre en la historia y cómo obra
en ella el Hijo. Ayúdanos a imitar tu única filiación, haznos capaces de
confiarnos al Padre.
Espíritu de justicia y de santidad, si tú no purificas
nuestros corazones nunca seremos capaces de abrir nuestros ojos a la mirada de
Dios, nunca seremos capaces de cantar las alabanzas de Dios en la liturgia, no
conseguiremos llamarnos hijos. Infunde en nuestro corazón la capacidad de
escuchar la voz del Padre que nos llama hijos suyos amados.
También nosotros hemos sido creados a imagen y semejanza de
Dios. Y lo que produce en nosotros la imagen divina no es otra cosa que la
santificación, esto es, la participación en el Hijo en el Espíritu. Así que,
después de que la naturaleza humana se hubiera encaminado a la perversión y se
hubiera corrompido la belleza de la imagen, fuimos restaurados en el estado
original, porque mediante el Espíritu ha sido reformada la imagen del Creador,
es decir, del Hijo, a través del cual viene todo del Padre.
También el sapientísimo Pablo dice: «¡Hijos míos, por
quienes estoy sufriendo de nuevo dolores de parto hasta que Cristo llegue a
tomar forma definitiva en vosotros!» (Gal 4,19). Y él mismo mostrará que la
figura de la formación de la que se habla aquí ha sido imprimida en nuestras
almas por medio del Espíritu, proclamando: «Porque el Señor es el Espíritu, y
donde está el Espíritu del Señor hay libertad. Por nuestra parte, con la cara
descubierta, reflejando como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos
transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosa, como corresponde a la
acción del Espíritu del Señor» (2 Cor 3,17ss) (Cirilo de Alejandría)
Lecturas de la festividad:
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