La religión cristiana les resulta a no pocos un sistema
religioso difícil de entender y, sobre todo, un entramado de leyes demasiado
complicado para vivir correctamente ante Dios. ¿No necesitamos los cristianos
concentrar mucho más nuestra atención en cuidar antes que nada lo esencial de
la experiencia cristiana?
Los evangelios han recogido la respuesta de Jesús a un
sector de fariseos que le preguntan cuál es el mandamiento principal de la Ley.
Así resume Jesús lo esencial: lo primero es “amarás al Señor, tu Dios, con
todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu ser”; lo segundo es “amarás
a tu prójimo como a ti mismo”.
La afirmación de Jesús es clara. El amor es todo. Lo
decisivo en la vida es amar. Ahí está el fundamento de todo. Lo primero es
vivir ante Dios y ante los demás en una actitud de amor. No hemos de perdernos
en cosas accidentales y secundarias, olvidando lo esencial. Del amor arranca
todo lo demás. Sin amor todo queda pervertido.
Al hablar del amor a Dios, Jesús no está pensando en los
sentimientos o emociones que pueden brotar de nuestro corazón; tampoco nos está
invitando a multiplicar nuestros rezos y oraciones. Amar al Señor, nuestro
Dios, con todo el corazón es reconocer a Dios como Fuente última de nuestra
existencia, despertar en nosotros una adhesión total a su voluntad, y responder
con fe incondicional a su amor universal de Padre de todos.
Por eso añade Jesús un segundo mandamiento. No es posible
amar a Dios y vivir de espaldas a sus hijos e hijas. Una religión que predica
el amor a Dios y se olvida de los que sufren es una gran mentira. La única
postura realmente humana ante cualquier persona que encontramos en nuestro
camino es amarla y buscar su bien como quisiéramos para nosotros mismos.
Todo este lenguaje puede parecer demasiado viejo, demasiado
gastado y poco eficaz. Sin embargo, también hoy el primer problema en el mundo
es la falta de amor, que va deshumanizando, uno tras otro, los esfuerzos y las
luchas por construir una convivencia más humana.
Hace unos años, el pensador francés, Jean Onimus escribía
así: “El cristianismo está todavía en sus comienzos; nos lleva trabajando solo
dos mil años. La masa es pesada y se necesitarán siglos de maduración antes de
que la caridad la haga fermentar”. Los seguidores de Jesús no hemos de olvidar
nuestra responsabilidad. El mundo necesita testigos vivos que ayuden a las
futuras generaciones a creer en el amor pues no hay un futuro esperanzador para
el ser humano si termina por perder la fe en el amor.
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