Este
año, sábado y domingo corresponden a dos fiestas de honda tradición en España:
los Santos y los Difuntos. A estas alturas, por pequeña que sea la instrucción
de los practicantes habituales, creo que todo el mundo entiende la diferencia
entre las dos festividades, por más que tradicionalmente los difuntos se vengan
celebrando en los cementerios el día 1 de noviembre, invadiendo la hermosísima
festividad de los Santos.
Santidad
y muerte son dos realidades muy distintas y, en la teoría, no relacionadas. Sin
embargo, a nadie se declara santo sino tras de su muerte. Algunos son
proclamados santos inmediatamente de su muerte, lo que se llama “morir en olor
de santidad”. La gente, el pueblo –más que la Jerarquía- percibe
inmediatamente que un Juan XXIII o el Obispo Romero de El Salvador son santos.
A veces, la jerarquía tarda mucho en reconocer la santidad y, en cambio, la ve
y proclama cuando faltan las evidencias. Es muy posible que el olfato del
pueblo sea más fino, preciso y hasta más acorde con lo que ocurre en el cielo
que el de los pastores.
Pero
no se trata de polemizar sobre las hoy muy prolíficas declaraciones de
santidad, sino de dilucidar lo que ésta es. A juzgar por la Liturgia del día de los
Santos, la cosa es bien sencilla de entender: ser santos es querernos a
nosotros mismos como hijos de Dios y, por tanto, vivir en lo posible como
tales, en la obediencia a su voluntad. Esto se traduce en querer para sí la
felicidad que Jesucristo, hablando de Sí mismo, enuncia en la bellísima página
de las Bienaventuranzas. Y no otra. Por tanto quedan excluidos de la santidad
los codiciosos, los violentos, los falsos, los arrogantes, los incapacitados
para la misericordia, los retorcidos de pensamiento, los satisfechos y quienes
no son operarios de la paz. Por el contrario, santos son los pobres, los sencillos, los de
fiar, los sinceros, los insatisfechos con este mundo que buscan cambiarlo, los
compasivos y los constructores de la paz. Sobre todo cuando por ser y actuar
así, son objeto de persecución por los corruptos de este mundo.
A
pesar de las apariencias, estos santos son legión. Muchos más de cuyos nombres aparecen en el “taco” del Sagrado
Corazón. Quizá tus padres, hermanos, tíos ya difuntos. Que pasaron
desapercibidos pero dejaron con su vida, como las olas lo hacen en la playa, el
eco del paso de Dios.
Hay
otros muchos que no han llegado a tanto. Vivieron. Sufrieron. Hicieron sufrir.
Realizaron algunas cosas bien (¿quién no?), otras mal, amaron a su manera...
Pero están en nuestra memoria. Muy amados unos, no tanto otros. Todos están “en
las manos de Dios”, como dice en hermosa expresión el libro de la Sabiduría. A ellos nos unimos y
recordamos, orantes, en nuestras visitas al cementerio. Y, en este año, al caer
en domingo, en la santa misa muchos podremos escuchar preciosas lecturas que
nos invitar a confiar en que, no por sus méritos, pero sí por la misericordia
de Dios, han sido glorificados y gozan de la herencia de sus hijos. Dios es muy
generoso en el perdón. Y encuentra los caminos, muy difíciles para nosotros, de
lograr que el mal no quede impune pero salvando a quienes lo hacen. La muerte
es purificadora.
JOSÉ MARÍA YAGÜE
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