Jesús conocía muy bien cómo disfrutaban los campesinos de
Galilea en las bodas que se celebraban en las aldeas. Sin duda, él mismo tomó
parte en más de una. ¿Qué experiencia podía haber más gozosa para aquellas
gentes que ser invitados a una boda y poder sentarse con los vecinos a
compartir juntos un banquete de bodas?
Este recuerdo vivido desde niño le ayudó en algún momento a
comunicar su experiencia de Dios de una manera nueva y sorprendente. Según
Jesús, Dios está preparando un banquete final para todos sus hijos pues a todos
los quiere ver sentados, junto a él, disfrutando para siempre de una vida
plenamente dichosa.
Podemos decir que Jesús entendió su vida entera como una
gran invitación a una fiesta final en nombre de Dios. Por eso, Jesús no impone
nada a la fuerza, no presiona a nadie. Anuncia la Buena Noticia de Dios,
despierta la confianza en el Padre, enciende en los corazones la esperanza. A
todos les ha de llegar su invitación.
¿Qué ha sido de esta invitación de Dios? ¿Quién la anuncia?
¿Quién la escucha? ¿Dónde se habla en la Iglesia de esta fiesta final? Satisfechos
con nuestro bienestar, sordos a lo que no sea nuestros intereses inmediatos,
nos parece que ya no necesitamos de Dios ¿Nos acostumbraremos poco a poco a
vivir sin necesidad de alimentar una esperanza última?
Jesús era realista. Sabía que la invitación de Dios puede
ser rechazada. En la parábola de “los invitados a la boda” se habla de diversas
reacciones de los invitados. Unos rechazan la invitación de manera consciente y
rotunda: “no quisieron ir. Otros responden con absoluta indiferencia: “no
hicieron caso”. Les importan más sus tierras y negocios.
Pero, según la parábola, Dios no se desalienta. Por encima
de todo, habrá una fiesta final. El deseo de Dios es que la sala del banquete
se llene de invitados. Por eso, hay que ir a “los cruces de los caminos”,
por donde caminan tantas gentes errantes, que viven sin esperanza y sin futuro.
La Iglesia ha de seguir anunciando con fe y alegría la invitación de Dios
proclamada en el Evangelio de Jesús.
El papa Francisco está preocupado por una predicación que se
obsesiona “por la transmisión desarticulada de una multitud de doctrinas que se
intenta imponer a fuerza de insistencia”. El mayor peligro está según él en que
ya “no será propiamente el Evangelio lo que se anuncie, sino algunos acentos
doctrinales o morales que proceden de determinadas opciones ideológicas. El
mensaje correrá el riesgo de perder su frescura y dejará de tener olor a
Evangelio”.
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