"Dales,
Señor, el descanso eterno; brille para ellos una luz perpetua. Descansen en
paz. Amén"
Yo soy el camino, la verdad y la vida. |
Ante la muerte se impone el silencio, ese silencio que,
haciéndonos entrar en el diálogo de la eternidad y revelándonos el lenguaje del
amor, nos pone en una comunicación profunda con este insondable misterio.
Existe un vínculo fortísimo entre aquellos que han dejado de vivir en el
espacio y en el tiempo y los que se encuentran aún inmersos en ellos. Si bien
la desaparición física de las personas queridas nos hace sufrir su inalcanzable
lejanía, mediante la fe y la oración experimentamos una más íntima comunión con
ellos. Cuando parece que nos dejan es en realidad el momento en el que se
establecen más firmemente en nuestra vida: siguen estando presentes en
nosotros, forman parte de nuestra interioridad, los encontramos en esa patria
que ya llevamos en el corazón, allí donde habita la Trinidad.
San Pablo nos anima a vivir de una manera positiva el
misterio de la muerte, haciéndole frente día tras día, aceptándola como una ley
de la naturaleza y de la gracia, para ser despojados progresivamente de lo que
debe perecer hasta encontrarnos ya milagrosamente transformados en aquello en
que debemos convertirnos. La «muerte cotidiana» se revela así más bien como un
nacimiento: el lento declinar y el ocaso desembocan en un alba luminosa. Todos
los sufrimientos, las fatigas y las tribulaciones de la vida presente forman
parte de este necesario, de este cotidiano morir, a fin de pasar a la vida
inmortal. Debemos vivir fijando nuestra mirada en el objeto de la
bienaventurada esperanza, apoyándonos únicamente en la fidelidad del Señor, que
nos ha prometido la eternidad.
Si vivimos así, cuando lleguemos al ocaso de esta vida no
veremos caer las tinieblas de la noche, sino que aparecerá ante nosotros -una
expectativa sorprendente, no obstante-, el alba de la eternidad y tendremos la
inefable alegría de sentirnos una sola cosa con el Señor.
Después de una larga fatiga seremos plenamente suyos y esa
pertenencia será plenitud de bienaventuranza en la visión cara a cara.
Señor, cada día se eleva desde la tierra una acongojada
oración por aquellos que han desaparecido en el misterio: la oración que pide
reposo para el que expía, luz para el que espera, paz para quien anhela tu amor
infinito.
Descansen en paz: en la paz del puerto, en la paz de la
meta, en tu paz, Señor. Que vivan en tu amor aquellos a los que he amado,
aquellos que me han amado. No olvides, Señor, ningún pensamiento de bien que me
haya sido dirigido, y el mal, oh Padre, olvídalo, cancélalo.
A los que pasaron por el dolor, a los que parecieron
sacrificados por un destino adverso, revélales, contigo mismo, los secretos de
tu justicia, los misterios de tu amor. Concédenos esa vida interior para que en
la intimidad nos comuniquemos con el mundo invisible en el que están: con ese
mundo fuera del tiempo y del espacio que no es lugar, sino estado, y no está
lejos de nosotros, sino a nuestro alrededor; que no es de muertos, sino de
vivos.
(Primo Mazzolari).
Señor, Señor Jesús, tú eres la vida eterna de la patria
verdadera y eterna, puesto que tú nos la has procurado.
Tú eres la lámpara de la casa paterna que ilumina
suavemente, tú eres el sol de la justicia en la tierra, tú eres el día que no
llega nunca al término, tú eres el lucero del alba. Allí sólo tú eres el
templo, el sacerdote y la víctima.
Tú sólo el rey y el jefe, el Señor y el maestro; tú eres el
sendero de la unificación, tú eres el manantial y la paz, tú eres la dulzura
infinita. Allí todos los que te pertenecen te siguen, y tú estás siempre, no te
vas nunca, diriges la casta danza sobre los prados de la alegría...
Por eso, cuando se despierta en nosotros la nostalgia de la
vida eterna, de la patria verdadera, de la comunión con todos los santos allá
arriba en la ciudad que está sobre los montes elevados, entonces debemos
convertirnos aquí abajo en humildemente pequeños en la casa del Señor, debemos
cargar sobre nosotros la aflicción junto con nuestra Madre dolorosa, la Iglesia.
(Quodvultdeus de Cartago, cit. en K. Rahner,Mater Ecclesiae, Milán 1972,
p. 108).
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