"Bendice, alma mía, al Señor y no olvides sus beneficios" (Sal 102,2)
Todo es provisional en la vida del hombre, todo está ligado
al tiempo: en este sentido, tanto justos
como pecadores viven en el tiempo,
tiempo que es un don de Dios para ellos, un tiempo de gracia, y por ello, un
tiempo abierto a la conversión. Ni el pecador empedernido ni el justo
empedernido permanecerán así para siempre. Están llamados a ser "pecadores
en conversión".
Dios nos toca de muchas
maneras para llevarnos a este estado de conversión. Nosotros sólo podemos
prepararnos para que Dios nos toque. Fuera de la conversión estamos fuera
del amor. En este caso no le quedarían al hombre más que dos posibilidades: la
satisfacción de sí y la justicia propia, o una profunda insatisfacción y la
desesperación.
Fuera de la conversión
no podemos estar en la presencia del verdadero Dios, pues no estaríamos junto a
Dios, sino junto a uno de nuestros numerosos ídolos. Además, sin Dios, no podemos
permanecer en la conversión, porque no es nunca el fruto de buenas resoluciones
o del esfuerzo. Es el primer paso del amor, del Amor de Dios más que del
nuestro. Convertirse es ceder al dominio insistente de Dios, es abandonarse, a
la primera señal de amor que percibimos como procedente de El. Abandono en el
sentido de capitulación. Si capitulamos ante Dios, nos entregamos a El. Todas
nuestras resistencias se funden ante el fuego consumidor de su Palabra y ante
su mirada; no nos queda ya más que la oración del profeta Jeremías: "Haznos
volver a ti, Señor, y volveremos".
A. Louf, A merced de su gracia, Madrid 1991
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