Los cristianos de todos los tiempos se han sentido atraídos
por la escena llamada tradicionalmente “La transfiguración del Señor”. Sin
embargo, a los que pertenecemos a la cultura moderna no se nos hace fácil
penetrar en el significado de un relato redactado con imágenes y recursos
literarios, propios de una “teofanía” o revelación de Dios.
Sin embargo, el evangelista Lucas ha introducido detalles
que nos permiten descubrir con más realismo el mensaje de un episodio que a
muchos les resulta hoy extraño e inverosímil. Desde el comienzo nos indica que
Jesús sube con sus discípulos más cercanos a lo alto de una montaña
sencillamente “para orar”, no para contemplar una transfiguración.
Todo sucede durante la oración de Jesús: “mientras
oraba, el aspecto de su rostro cambió”. Jesús, recogido profundamente, acoge la
presencia de su Padre, y su rostro cambia. Los discípulos perciben algo de su
identidad más profunda y escondida. Algo que no pueden captar en la vida
ordinaria de cada día.
En la vida de los seguidores de Jesús no faltan momentos de
claridad y certeza, de alegría y de luz. Ignoramos lo que sucedió en lo alto de
aquella montaña, pero sabemos que en la oración y el silencio es posible
vislumbrar, desde la fe, algo de la identidad oculta de Jesús. Esta oración es
fuente de un conocimiento que no es posible obtener de los libros.
Lucas dice que los discípulos apenas se enteran de nada,
pues “se caían de sueño” y solo “al espabilarse”, captaron algo.
Pedro solo sabe que allí se está muy bien y que esa experiencia no debería
terminar nunca. Lucas dice que “no sabía lo que decía”.
Por eso, la escena culmina con una voz y un mandato solemne.
Los discípulos se ven envueltos en una nube. Se asustan pues todo aquello los
sobrepasa. Sin embargo, de aquella nube sale una voz: “Este es mi Hijo, el
escogido. Escuchadle”. La escucha ha de ser la primera actitud de los
discípulos.
Los cristianos de hoy necesitamos urgentemente
“interiorizar” nuestra religión si queremos reavivar nuestra fe. No basta oír
el Evangelio de manera distraída, rutinaria y gastada, sin deseo alguno de
escuchar. No basta tampoco una escucha inteligente preocupada solo de entender.
Necesitamos escuchar a Jesús vivo en lo más íntimo de
nuestro ser. Todos, predicadores y pueblo fiel, teólogos y lectores, necesitamos
escuchar su Buena Noticia de Dios, no desde fuera sino desde dentro. Dejar que
sus palabras desciendan de nuestras cabezas hasta el corazón. Nuestra fe sería
más fuerte, más gozosa, más contagiosa.
De Eclesalia.net
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