"El Señor es mi luz y mi salvación" (Sal 26,1)
El Evangelio nos dice que su rostro apareció totalmente
transfigurado. Sabes muy bien que el rostro revela el corazón, revela la
interioridad de un ser. Con los ojos de tu corazón contempla ese rostro, pero a
través del rostro encuentra el corazón de Cristo. El rostro de Cristo expresa y
revela la ternura infinita de su corazón. Cuando sientes una gran alegría, tu
rostro se ilumina y refleja tu felicidad. Es un poco lo que le ha pasado a
Jesús en la transfiguración.
Si escrutas el corazón de Cristo en la oración, descubrirás que la vida divina, el fuego de la zarza ardiente, estaba escondido en el fondo del mismo ser de Jesús. Por su encarnación, ha “humanizado” la vida divina para comunicártela sin que te destruya, pues nadie puede ver a Dios sin morir. En la transfiguración, esta vida resplandece con plena claridad de una manera fugaz e irradia el rostro y los vestidos de Jesús. Sobre el rostro de Cristo contemplas la gloria de Dios.
En la transfiguración, todo el peso de la gloria del Señor -es decir, la intensidad de su vida- irradia de Jesús. Las figuras de Moisés y Elías convergen hacia él. No hay que engañarse en esto: el ser mismo de Cristo hace presente al Dios tres veces santo de la zarza ardiente y al Dios íntimo y cercano del Horeb. Sin embargo, hay que aprehender toda la dimensión de la gloria de Jesús, que brilla e una manera misteriosa en su éxodo a Jerusalén, es decir, en su Pasión. En el centro mismo de su muerte gloriosa es donde Jesús libera esta intensidad de vida divina escondida en él.
La contemplación de la transfiguración te hace penetrar en el corazón del misterio trinitario, del cual la nube es el símbolo más brillante. Si aceptas en Jesús el entregar tu vida al Padre por amor, participas del beso de amor que el Padre da al Hijo.
Si escrutas el corazón de Cristo en la oración, descubrirás que la vida divina, el fuego de la zarza ardiente, estaba escondido en el fondo del mismo ser de Jesús. Por su encarnación, ha “humanizado” la vida divina para comunicártela sin que te destruya, pues nadie puede ver a Dios sin morir. En la transfiguración, esta vida resplandece con plena claridad de una manera fugaz e irradia el rostro y los vestidos de Jesús. Sobre el rostro de Cristo contemplas la gloria de Dios.
En la transfiguración, todo el peso de la gloria del Señor -es decir, la intensidad de su vida- irradia de Jesús. Las figuras de Moisés y Elías convergen hacia él. No hay que engañarse en esto: el ser mismo de Cristo hace presente al Dios tres veces santo de la zarza ardiente y al Dios íntimo y cercano del Horeb. Sin embargo, hay que aprehender toda la dimensión de la gloria de Jesús, que brilla e una manera misteriosa en su éxodo a Jerusalén, es decir, en su Pasión. En el centro mismo de su muerte gloriosa es donde Jesús libera esta intensidad de vida divina escondida en él.
La contemplación de la transfiguración te hace penetrar en el corazón del misterio trinitario, del cual la nube es el símbolo más brillante. Si aceptas en Jesús el entregar tu vida al Padre por amor, participas del beso de amor que el Padre da al Hijo.
(J. Lafrance, Ora a tu Padre, Madrid 1981, 104-105)
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