Sabíamos que
Benedicto XVI es un hombre sabio. En el sentido más obvio de la palabra, es
decir, el que posee amplios y profundos conocimientos. Ahora ha mostrado de
manera eminente la otra cara de la sabiduría: la cordura, la prudencia, el
sentido común. Que, sin duda, es la mejor de las sabidurías.
Periodistas
y politólogos indagan e indagarán en la búsqueda de motivos para la renuncia
del Papa. En este mundo de la suspicacia y de la sospecha, es difícil atenerse
a lo evidente. Se buscan motivos ocultos e inconfesables para todo. Pero lo
evidente es que el Papa tiene 86 años. En plenitud de facultades psíquicas y, a
lo que se ve, con extraordinaria capacidad
para tomar decisiones graves y excepcionales con plena libertad. Gracias a esa
envidiable plenitud, unida a una humildad, valentía y generosidad poco comunes,
ha tomado la dificilísima decisión de renunciar al Pontificado y abrir en vida
el proceso sucesorio.
Decisión en
efecto muy difícil porque nadie la había tomado en los últimos 800 años. Y
porque crea precedentes. Eso a lo que tanto se resisten los gobernantes de
cualquier signo. Pero rasgo que distingue a los mejores, capaces de tomar en
cada momento las decisiones que más convengan a las personas y a las
instituciones que regentan.
A mi modo
de ver, en esta decisión se manifiesta también la talla espiritual del creyente
Joseph Ratzinger. Obediente al Espíritu Santo, bien examinada su conciencia,
como él mismo ha dicho, ha pensado que su renuncia era lo mejor para la Iglesia y con enorme
sencillez ha hecho lo que tenía que hacer. En ello no hay ni la más mínima
crítica a sus antecesores que, con distinta sensibilidad y en otras
circunstancias, pensaron que tenían que hacer justamente lo contrario.
Hace unos
37 años en nuestra Hoja Comunidad, mucho más modesta en su presentación y
volumen que la actual, escribí que el Papa debería dimitir cuando la edad
avanzada y la salud precaria lo aconsejaban. Me llovieron no pocas críticas.
Hoy me felicito y creo que son muchos los que se felicitan por la elegante,
humilde y sabia decisión del Pontífice Benedicto XVI, hoy más admirado que
nunca.
JOSÉ MARÍA YAGÜE
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