Creer en la
caridad suscita caridad
«Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4,16)
«Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4,16)
Queridos
hermanos y hermanas:
La
celebración de la Cuaresma, en el marco del Año de la fe, nos ofrece
una ocasión preciosa para meditar sobre la relación entre fe y caridad: entre
creer en Dios, el Dios de Jesucristo, y el amor, que es fruto de la acción del
Espíritu Santo y nos guía por un camino de entrega a Dios y a los demás.
1. La fe
como respuesta al amor de Dios
En mi primera
Encíclica expuse ya algunos elementos para comprender el estrecho vínculo entre
estas dos virtudes teologales, la fe y la caridad. Partiendo de la afirmación
fundamental del apóstol Juan: «Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y
hemos creído en él» (1 Jn 4,16), recordaba que «no se comienza a ser
cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un
acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con
ello, una orientación decisiva... Y puesto que es Dios quien nos ha amado
primero (cf. 1 Jn 4,10), ahora el amor ya no es sólo un
“mandamiento”, sino la respuesta al don del amor, con el cual Dios viene a
nuestro encuentro» (Deus caritas est, 1). La fe constituye la adhesión personal
―que incluye todas nuestras facultades― a la revelación del amor gratuito y
«apasionado» que Dios tiene por nosotros y que se manifiesta plenamente en
Jesucristo. El encuentro con Dios Amor no sólo comprende el corazón, sino
también el entendimiento: «El reconocimiento del Dios vivo es una vía hacia el
amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y
sentimiento en el acto único del amor. Sin embargo, éste es un proceso que
siempre está en camino: el amor nunca se da por “concluido” y completado» (ibídem, 17).
De aquí deriva para todos los cristianos y, en particular, para los «agentes de
la caridad», la necesidad de la fe, del «encuentro con Dios en Cristo que
suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de modo que, para ellos,
el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así decir impuesto desde fuera,
sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por la caridad»
(ib., 31a). El cristiano es una persona conquistada por el amor de Cristo y
movido por este amor ―«caritas Christi urget nos» (2 Co 5,14)―, está
abierto de modo profundo y concreto al amor al prójimo (cf. ib., 33). Esta
actitud nace ante todo de la conciencia de que el Señor nos ama, nos perdona,
incluso nos sirve, se inclina a lavar los pies de los apóstoles y se entrega a
sí mismo en la cruz para atraer a la humanidad al amor de Dios.
«La fe nos
muestra a Dios que nos ha dado a su Hijo y así suscita en nosotros la firme
certeza de que realmente es verdad que Dios es amor... La fe, que hace tomar
conciencia del amor de Dios revelado en el corazón traspasado de Jesús en la
cruz, suscita a su vez el amor. El amor es una luz ―en el fondo la única― que
ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y
actuar» (ib., 39). Todo esto nos lleva a comprender que la principal actitud
característica de los cristianos es precisamente «el amor fundado en la fe y
plasmado por ella» (ib., 7).
2. La
caridad como vida en la fe
Toda la vida
cristiana consiste en responder al amor de Dios. La primera respuesta es precisamente
la fe, acoger llenos de estupor y gratitud una inaudita iniciativa divina que
nos precede y nos reclama. Y el «sí» de la fe marca el comienzo de una luminosa
historia de amistad con el Señor, que llena toda nuestra existencia y le da
pleno sentido. Sin embargo, Dios no se contenta con que nosotros aceptemos su
amor gratuito. No se limita a amarnos, quiere atraernos hacia sí,
transformarnos de un modo tan profundo que podamos decir con san Pablo: ya no
vivo yo, sino que Cristo vive en mí (cf. Ga 2,20).
Cuando
dejamos espacio al amor de Dios, nos hace semejantes a él, partícipes de su
misma caridad. Abrirnos a su amor significa dejar que él viva en nosotros y nos
lleve a amar con él, en él y como él; sólo entonces nuestra fe llega
verdaderamente «a actuar por la caridad» (Ga 5,6) y él mora en nosotros
(cf. 1 Jn 4,12).
La fe es
conocer la verdad y adherirse a ella (cf. 1 Tm 2,4); la caridad es
«caminar» en la verdad (cf. Ef 4,15). Con la fe se entra en la
amistad con el Señor; con la caridad se vive y se cultiva esta amistad (cf. Jn 15,14s).
La fe nos hace acoger el mandamiento del Señor y Maestro; la caridad nos da la
dicha de ponerlo en práctica (cf. Jn 13,13-17). En la fe somos
engendrados como hijos de Dios (cf. Jn 1,12s); la caridad nos hace
perseverar concretamente en este vínculo divino y dar el fruto del Espíritu
Santo (cf. Ga 5,22). La fe nos lleva a reconocer los dones que el
Dios bueno y generoso nos encomienda; la caridad hace que fructifiquen (cf. Mt 25,14-30).
3. El
lazo indisoluble entre fe y caridad
A la luz de
cuanto hemos dicho, resulta claro que nunca podemos separar, o incluso oponer,
fe y caridad. Estas dos virtudes teologales están íntimamente unidas por lo que
es equivocado ver en ellas un contraste o una «dialéctica». Por un lado, en
efecto, representa una limitación la actitud de quien hace fuerte hincapié en
la prioridad y el carácter decisivo de la fe, subestimando y casi despreciando
las obras concretas de caridad y reduciéndolas a un humanitarismo genérico. Por
otro, sin embargo, también es limitado sostener una supremacía exagerada de la
caridad y de su laboriosidad, pensando que las obras puedan sustituir a la fe.
Para una vida espiritual sana es necesario rehuir tanto el fideísmo como el activismo
moralista.
La existencia
cristiana consiste en un continuo subir al monte del encuentro con Dios para
después volver a bajar, trayendo el amor y la fuerza que derivan de éste, a fin
de servir a nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios. En la
Sagrada Escritura vemos que el celo de los apóstoles en el anuncio del
Evangelio que suscita la fe está estrechamente vinculado a la solicitud
caritativa respecto al servicio de los pobres (cf. Hch 6,1-4). En la
Iglesia, contemplación y acción, simbolizadas de alguna manera por las figuras
evangélicas de las hermanas Marta y María, deben coexistir e integrarse (cf. Lc 10,38-42).
La prioridad corresponde siempre a la relación con Dios y el verdadero
compartir evangélico debe estar arraigado en la fe (cf. Audiencia general 25
abril 2012). A veces, de hecho, se tiene la tendencia a reducir el término
«caridad» a la solidaridad o a la simple ayuda humanitaria. En cambio, es
importante recordar que la mayor obra de caridad es precisamente la
evangelización, es decir, el «servicio de la Palabra». Ninguna acción es más
benéfica y, por tanto, caritativa hacia el prójimo que partir el pan de la
Palabra de Dios, hacerle partícipe de la Buena Nueva del Evangelio,
introducirlo en la relación con Dios: la evangelización es la promoción más
alta e integral de la persona humana. Como escribe el siervo de Dios el Papa
Pablo VI en la Encíclica Populorum progressio, es el
anuncio de Cristo el primer y principal factor de desarrollo (cf. n. 16). La
verdad originaria del amor de Dios por nosotros, vivida y anunciada, abre
nuestra existencia a aceptar este amor haciendo posible el desarrollo integral
de la humanidad y de cada hombre (cf. Caritas in veritate, 8).
En
definitiva, todo parte del amor y tiende al amor. Conocemos el amor gratuito de
Dios mediante el anuncio del Evangelio. Si lo acogemos con fe, recibimos el
primer contacto ―indispensable― con lo divino, capaz de hacernos «enamorar del
Amor», para después vivir y crecer en este Amor y comunicarlo con alegría a los
demás.
A propósito
de la relación entre fe y obras de caridad, unas palabras de la Carta de
san Pablo a los Efesios resumen quizá muy bien su correlación: «Pues
habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros,
sino que es un don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se
gloríe. En efecto, hechura suya somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas
obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos» (2,8-10). Aquí se percibe
que toda la iniciativa salvífica viene de Dios, de su gracia, de su perdón
acogido en la fe; pero esta iniciativa, lejos de limitar nuestra libertad y
nuestra responsabilidad, más bien hace que sean auténticas y las orienta hacia
las obras de la caridad. Éstas no son principalmente fruto del esfuerzo humano,
del cual gloriarse, sino que nacen de la fe, brotan de la gracia que Dios
concede abundantemente. Una fe sin obras es como un árbol sin frutos: estas dos
virtudes se necesitan recíprocamente. La cuaresma, con las tradicionales
indicaciones para la vida cristiana, nos invita precisamente a alimentar la fe
a través de una escucha más atenta y prolongada de la Palabra de Dios y la
participación en los sacramentos y, al mismo tiempo, a crecer en la caridad, en
el amor a Dios y al prójimo, también a través de las indicaciones concretas del
ayuno, de la penitencia y de la limosna.
4. Prioridad
de la fe, primado de la caridad
Como todo don
de Dios, fe y caridad se atribuyen a la acción del único Espíritu Santo (cf. 1
Co13), ese Espíritu que grita en nosotros «¡Abbá, Padre!» (Ga 4,6), y que
nos hace decir: «¡Jesús es el Señor!» (1 Co 12,3) y «¡Maranatha!» (1 Co 16,22; Ap 22,20).
La fe, don y
respuesta, nos da a conocer la verdad de Cristo como Amor encarnado y
crucificado, adhesión plena y perfecta a la voluntad del Padre e infinita
misericordia divina para con el prójimo; la fe graba en el corazón y la mente
la firme convicción de que precisamente este Amor es la única realidad que
vence el mal y la muerte. La fe nos invita a mirar hacia el futuro con la
virtud de la esperanza, esperando confiadamente que la victoria del amor de
Cristo alcance su plenitud. Por su parte, la caridad nos hace entrar en el amor
de Dios que se manifiesta en Cristo, nos hace adherir de modo personal y
existencial a la entrega total y sin reservas de Jesús al Padre y a sus
hermanos. Infundiendo en nosotros la caridad, el Espíritu Santo nos hace
partícipes de la abnegación propia de Jesús: filial para con Dios y fraterna
para con todo hombre (cf. Rm 5,5).
La relación
entre estas dos virtudes es análoga a la que existe entre dos sacramentos
fundamentales de la Iglesia: el bautismo y la Eucaristía. El bautismo (sacramentum
fidei) precede a la Eucaristía (sacramentum caritatis), pero está orientado a
ella, que constituye la plenitud del camino cristiano. Análogamente, la fe
precede a la
caridad, pero
se revela genuina sólo si culmina en ella. Todo parte de la humilde aceptación
de la fe («saber que Dios nos ama»), pero debe llegar a la verdad de la caridad
(«saber amar a Dios y al prójimo»), que permanece para siempre, como
cumplimiento de todas las virtudes (cf. 1 Co13,13).
Queridos
hermanos y hermanas, en este tiempo de cuaresma, durante el cual nos preparamos
a celebrar el acontecimiento de la cruz y la resurrección, mediante el cual el
amor de Dios redimió al mundo e iluminó la historia, os deseo a todos que
viváis este tiempo precioso reavivando la fe en Jesucristo, para entrar en su
mismo torrente de amor por el Padre y por cada hermano y hermana que
encontramos en nuestra vida. Por esto, elevo mi oración a Dios, a la vez que
invoco sobre cada uno y cada comunidad la Bendición del Señor.
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