El hermoso término “asombro”, según el DRAE, ofrece un doble
significado: a) susto o espanto; y b) gran admiración. Es lo que siente Pedro,
el pescador del lago de Galilea, cuando, después de haberse pasado toda la
noche pescando sin conseguir ni un solo pez, de repente, de una sola redada, se
le llena la barca de peces hasta el punto de que ha de llamar a los socios de
otra barca para sacarlos todos a la orilla.
Hoy lunes,
cuando escribo estas líneas, amanecemos todos los españoles asustados,
espantados, pero de ninguna manera admirados. Suben las cifras del paro, bajan
los inscritos en la
Seguridad social; el presidente del Gobierno bajo sospecha y
sin haber conseguido que la mayoría de los españoles le crean en su firme y
dramática declaración de honradez pronunciada el sábado; el Jefe de la Oposición añadiendo leña
al fuego sin argumentos para reducir a cenizas la poca credibilidad que a este
país le queda dentro y fuera de nuestras fronteras y, desde luego, a él menos
que a nadie...
El susto ya
es espanto. Pero de ninguna manera admiración sino indignación. Todo esto, en
lugar de aunar voluntades para superar los difíciles momentos que atravesamos,
invita a huir como las caballerías “espantás” y ciegas hacia no se sabe donde
hasta que se precipitan en el abismo o chocan contra un muro de hormigón.
Lo que en
Pedro provocó el asombro –susto y admiración a la vez- fue la Palabra de Jesús que hace
surgir de la nada aquella inmensa cantidad de peces. El pescador se había
limitado a obedecer a Jesús. Lo que provoca nuestro espanto e indignación es la
manifiesta incapacidad de nuestros dirigentes
para terminar con la corrupción en sus partidos y poner orden en nuestra
maltrecha economía nacional.
El primero,
Pedro, comienza por reconocer su indignidad. Los segundos, lejos de reconocer
sus propios errores y pecados, se atrincheran en su orgullo y egoísmo, vetando así
sistemáticamente cualquier salida hacia la regeneración.
Tocaba hoy,
a la luz del Evangelio del próximo domingo, hablar de lo que a todos nos
preocupa de modo más inmediato. Pero no conviene olvidar a nuestra iglesia,
cada vez con menos credibilidad y sin recursos para cumplir su única misión que
es evangelizar. Es decir, hacer llegar la luz del Evangelio a nuestras vidas y
a nuestra sociedad. ¿Será que también
hemos perdido nuestra capacidad de asombro ante Jesús por no reconocer la
propia indignidad? ¿Será que seguimos echando redes desde el orgullo y el poder
en lugar de hacerlo en nombre de Jesús?
Hace años
escribí: “El posterior recorrido de Pedro que conocemos por el Evangelio es
luminoso y será bueno que lo tengamos en cuenta: es necesario que a Pedro,
tantas veces arrogante y fanfarrón, autoproclamado superior a los demás, se le
caigan todos los esquemas y reconozca su indignidad. Para eso tendrá que llegar
incluso a la triste experiencia final de no reconocer a Jesús. Tuvo que llegar
la triple humilde confesión: yo no sé nada, sólo Tú sabes cuánto te amo”. Ese
es el único camino para nuestros dirigentes: políticos y religiosos. Que Dios
nos conceda a todos el asombro de entrever al Señor, en el remanso sereno de
playas recoletas, o en la tempestad de las olas amenazadoras y los vientos
contrarios.
JOSÉ MARÍA YAGÜE
No hay comentarios:
Publicar un comentario