“Sed perfectos, como mi Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48)
La santidad pertenece únicamente a Dios, y nadie puede
reclamarla nunca para sí. La distancia entre nuestro carácter de criaturas y el
Creador, la fractura entre nuestros deseos y nuestras realizaciones, la
necesidad de ajustar las cuentas con los compromisos y dolores de la historia
nos impiden creer que nuestra filiación divina sea algo que se nos debe. Desde
este punto de vista, el balance de la historia es aún ruinoso: no somos santos.
Con todo, podemos construir la santidad en parte,
armonizando nuestra propia vida con el designio de justicia que Dios ha pensado
para el mundo. Lo hacen «los pobres en el espíritu», que no consiguen encontrar
en ellos mismos motivos para ir hacia delante y se confían al grano de mostaza
del Reino de Dios. Lo hacen los «servidores» del Señor, que intentan imitar el
obrar misericordioso de Dios en la historia para convertirse en un posible
signo de salvación, en un poco de levadura del Reino de Dios.
Se trata de tareas desmesuradas, que nadie consigue llegar a
término por sí solo. Únicamente si nos confiamos a aquella parte todavía no
revelada de nosotros mismos, a la semejanza que nos hace hijos e hijas de Dios
y amados por él, sólo si creemos y nos confiamos con fe y amor a la promesa de
nuestro bautismo, llegaremos a comprender cómo la salvación forma parte ya de
nuestra vida y que es propio de la santidad de Dios sostener nuestra santidad
Hombres y mujeres cuyas vidas apuntan a Dios. Hombres y
mujeres cuyas historias dejaron huella, por la forma en que amaron,
acariciaron, hablaron o actuaron. Hombres y mujeres conocidos, o anónimos. De
todas las épocas. En todos los contextos.
Siempre ha habido gente capaz de dejar que, desde dentro, brotase con fuerza el torrente del evangelio. Gente de carne y hueso. No son perfectos, al menos no con la perfección irreal de los puros. Sus historias tienen aciertos y errores. Su carácter, como tantos otros, es complejo. Tienen virtudes y defectos. Hay en sus vidas bien y pecado. Lo que marca la diferencia es que, en algún momento, se dejaron seducir por Jesús y su buena noticia. O, incluso sin conocerlo, su vida transmitió esa semilla de divinidad que llevamos dentro.
En su memoria, hoy brindamos: ¡Por la Vida!
Siempre ha habido gente capaz de dejar que, desde dentro, brotase con fuerza el torrente del evangelio. Gente de carne y hueso. No son perfectos, al menos no con la perfección irreal de los puros. Sus historias tienen aciertos y errores. Su carácter, como tantos otros, es complejo. Tienen virtudes y defectos. Hay en sus vidas bien y pecado. Lo que marca la diferencia es que, en algún momento, se dejaron seducir por Jesús y su buena noticia. O, incluso sin conocerlo, su vida transmitió esa semilla de divinidad que llevamos dentro.
En su memoria, hoy brindamos: ¡Por la Vida!
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