“No hay
peor ciego que el que no quiere ver”. Así lo dice nuestro refranero, que recoge
aquí una experiencia tan común como perniciosa. Cuando los problemas nos
agobian, cuando los retos nos sobrepasan, cuando se empina la cuesta del vivir,
es fácil y cómodo mirar a otro lado para no ver. Pero el costo es enorme: la
vida ya no se vive, se soporta y termina por aplastar. En lenguaje coloquial,
esta actitud equivale a la táctica del avestruz: cuando el peligro asoma, se
esconde la cabeza bajo el ala. Naturalmente, si el riesgo es real, ala y cabeza
terminan aplastadas.
Lo dicho
vale no sólo a nivel personal. ¿No es lo que ocurre –lamentablemente- en todos
los niveles de la sociedad? ¿No es lo que está sucediendo ante los gravísimos
problemas del hambre, de la pobreza galopante, del paro de una cuarta parte de
la población activa española, del consumo desenfrenado de los que no quieren
enterarse de lo anterior, del aborto, de la venta de armas, de la familia y las
políticas de Estado ante ella, del consumo de energía y el consiguiente cambio
climático, de los nacionalismos disgregadores y un largo etcétera? Todo esto se
dice, ¡pero nos ponemos tantas vendas ante los ojos para no ver!
El
evangelio del domingo 28 de octubre propone un camino inverso. El del ciego que
se empeña en ver. Tiene fe, pone los medios y consigue lo que pretende. Justamente
lo contrario de aquellos discípulos de Jesús que, mientras él les habla de la
cruz que va a padecer, ellos siguen pensando en escalar puestos y ser los más
importantes. Situación que padecemos hoy; muchas cosas se desmoronan entre
nosotros, pero el que puede mira para otro lado y a seguir viviendo.
Con tres
gruesos trazos –ciego, mendigo y en la orilla- describe el evangelio al hombre
no hombre, al deshumanizado por una sociedad que lo ignora. No grites, no
molestes, desaparece, déjanos tranquilos y en paz. Tú no estás invitado a esta
fiesta. Los que llevan la voz cantante en nuestra sociedad bastante tienen con
ocuparse de los bancos, de mantener sus puestos y sueldos, y ahora, de
convertirse en mesías que proclamarán la libertad e independencia frente a la
vieja piel de toro.
¡Guías
ciegos que pretendéis conducir a otros ciegos! Urge entre nosotros el
advenimiento de maestros, políticos, sacerdotes, periodistas, intelectuales y
sindicalistas que dejen de tocarse su ombligo y quieran ver. Sólo con ver lo
que hay, es muy posible que reaccionen y hagan reaccionar a esta sociedad
miope.
Viene a la
mente aquel comienzo desgarrado de la
Vida de Don Quijote y Sancho de nuestro Miguel de Unamuno: “Me
preguntas, mi buen amigo, si sé la manera de desencadenar un delirio, un
vértigo, una locura cualquiera sobre estas pobres muchedumbres ordenadas y
tranquilas que nacen, comen, duermen, se reproducen y mueren”. Al final del
relato, tras las acostumbradas paradojas del autor, él acierta con esta
profética respuesta, en forma de pregunta: ¿no te parece que en vez de ir a
buscar el sepulcro de Don Quijote y rescatarlo de bachilleres, curas, barberos,
canónigos y duques, debíamos ir a buscar el sepulcro de Dios y rescatarlo de
creyentes e incrédulos, de ateos y deístas, que lo ocupan, y esperar allí,
dando voces de suprema desesperación, derritiendo el corazón en lágrimas, a que
Dios resucite y nos salve de la nada?”.
JOSÉ MARÍA YAGÜE CUADRADO
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