"Mi
alma tiene sed de ti, Señor" (Sal 62,2)
El evangelista lee la revelación del misterio profundo
de la persona de Jesús en las vicisitudes cotidianas. Es mediodía y junto al
pozo de Sicar (v. 5; cf. Gn 48,22) tiene lugar el encuentro y el diálogo
insólito (v. 8) entre una mujer samaritana y un judío (v. 9), un “profeta” (v.
19) mayor que Jacob (v. 12), “el Cristo” (v. 29). Sucesivamente van
llegando los discípulos (vv. 27-38), finalmente otros samaritanos paisanos de
la mujer (vv. 40-42): los estrechos horizontes tradicionales se abren a la
universalidad.
¿Quién es, pues, aquel rabbí que se atreve a
conversar con una mujer (v. 27), y encima samaritana, es decir, considerada
herética, idólatra (vv. 17-24; cf. 2 Re 17,29-32) y pecadora (v. 18)? Las
personas que salieron a su encuentro lo declaran “Salvador del
mundo” (v. 42): estamos en la cumbre de la narración y de su contenido
teológico. Y, sin embargo, Jesús se presentó como un sencillo caminante que no
duda en pedir un poco de agua. Incluso este dato no carece de significado: su
sed -sed de salvar a la humanidad- remite a numerosos pasajes del Antiguo
Testamento. Junto a la zarza ardiente, Moisés, destinado a ser guía del pueblo
elegido en el Éxodo, había pedido a Dios revelarle su nombre; finalmente
aquella pregunta encuentra ahora respuesta: “Yo soy, el que habla
contigo” (v. 26; cf. Ex 3,14). Sobre la sombra del pecado, el Mesías
proyecta la luz de la esperanza: la conversión abre el camino para adorar al
Padre “en espíritu y en verdad” (v. 23; cf. Os 1,2; 4,1). Ahora va a
cumplirse una larga historia de deseo y fatiga, de fe y de incredulidad. La
plenitud está en el encuentro con Cristo, cuyas palabras son hechos: en el
Calvario brotará la fuente de agua viva, en la pasión se saciará totalmente su
hambre y su sed de hacer la voluntad del Padre (v. 28, cf. Jn 19,28). De su
muerte nace la vida para todos -ahora cualquier hombre puede considerarse
“elegido”, amado-; de su fatiga en el sembrar (vv. 6.36-38) se abre para los
discípulos el gozo de la siega (v. 38) y del testimonio, como la mujer
samaritana deja entrever en su ímpetu de auténtica misionera (v. 28).
Espéranos, Señor, junto al pozo del pacto, en la hora
providencial que a cada uno le toca. Preséntate, inicia tú el diálogo, tú
mendigo rico de la única agua viva. Aléjanos, poco a poco, de tantos deseos, de
tantos amores efímeros que todavía nos distraen. Disipa la indiferencia, los
prejuicios, las dudas y los temores; libera la fe. Ahonda en nosotros el vacío
para que lo llenes de deseo. Ensancha nuestro corazón, inflámalo de esperanza.
Da un nombre a esta sed que nos abrasa interiormente y que no sabemos llamarla
con su verdadero nombre. Haz que nos adentremos en nosotros mismos, hasta el
centro más secreto donde sólo llegas tú.
A través de las duras piedras del orgullo, entre el fango de
los falsos compromisos, por la arena de los rechazos, abre tú mismo un acceso a
tu Santo Espíritu.
Dígnate, Dios misericordioso y Señor piadoso, llamarme a
esta fuente, para que también yo, junto con todos los que tienen sed de ti,
pueda beber el agua viva que de ti mana, oh fuente viva. Que pueda embriagarme
en tu inefable dulzura sin cansarme nunca de ti y diga: ¡Qué dulce es la fuente
de agua viva; su agua que brota para la vida eterna no se agota jamás!
Oh Señor, tú eres esta fuente eternamente deseada, en la que
continuamente debemos apagar la sed y de la que siempre tendremos sed.
Danos siempre, oh Cristo Señor, de esta agua para que se
transforme en nosotros en surtidor de agua viva para la vida eterna.
Ciertamente pido una gran cosa, ¿quién lo ignora? Pero tú,
oh Rey de la gloria, sabes dar grandes cosas y has prometido grandes cosas.
Nada hay más grande que tú: te nos has dado y te has dado
por nosotros. Por eso te rogamos que nos des a conocer eso que amamos, porque
no queremos nada fuera de ti. Tú eres todo para nosotros: nuestra vida, nuestra
luz, nuestra salvación, nuestro alimento, nuestra bebida, nuestro Dios.
(San
Columbano, Instrucción XII)
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