Aunque el
próximo domingo nos ofrece un fantástico texto para plantearnos la meta de
nuestro camino, seguiremos con el tema del domingo pasado. La Transfiguración ,
leída al comienzo de la
Cuaresma , es necesaria porque nadie emprende un camino sin apuntar
al término del viaje. Menos aún se impone sacrificios si éstos no sirven a
alguien. Contemplar a Cristo con el rostro radiante y revestido de luz,
contemplado con paz y amor por los que ya llegaron a la Meta (Moisés y Elías) es una
pasada. Hacia la contemplación de esa gloria caminamos. Por eso, aún al comienzo de la
Cuaresma , se nos invita a poner ante la mirada a Cristo
transfigurado. Es como un anticipo de la Pascua que nos espera al final de la larga y
penosa Cuaresma de esta vida. Es el oasis en medio de la caminata por el
desierto. Prosigamos,
no obstante, con las tentaciones. Porque eso de las “ideolatrías” de la semana
pasada pudo iluminar algunas de nuestras inclinaciones. Pero pasó por alto otras
muy importantes. Voy a recoger tres de ellas que el Papa Francisco comenta en
su Exhortación “La alegría del evangelio”. Cambio el orden en que él las
expone.
Mundanidad
espiritual. El papa la define como buscar la gloria y el bienestar personal antes
que la gloria de Dios. Exacto. Eso que Jesús denuncia en los dirigentes de su
tiempo: “¿cómo podéis creer vosotros que aceptáis la gloria unos de otros y no
buscáis la gloria que viene del Dios único”? (Jn 5, 44). Tentación grave hoy de
dirigentes no sólo políticos, sino sobre todo eclesiásticos, sean obispos o
curas o sacristanes, cantores o lectores de la Palabra. Todos los que
consideran que su prestigio y buena imagen es condición para que la gente crea.
¡Cuidado con ponerse en el candelero o escucharse a sí mismos o buscar
sutilmente el halago y la autoafirmación! Eso es mundanidad vácua. Vanidad de
vanidades, atrapar viento.
Pesimismo
estéril. Así lo define Francisco papa: “Una de las tentaciones más serias que
ahogan el fervor y la audacia es la conciencia de derrota que nos convierte en
pesimistas quejosos y desencantados, con cara de vinagre. Nadie emprende una
lucha si de antemano no confía en el triunfo. Aun con la conciencia de las
propias fragilidades, hay que seguir adelante, recordando lo que el Señor dijo
a Pablo: “Te basta mi gracia, porque mi fuerza se manifiesta en la debilidad”. El
triunfo cristiano es siempre el de la cruz”. ¡Como para perder el tiempo en las
sacristías y en grupos de creyentes lamentándose día tras día de que a la iglesia
sólo acuden los viejos!
Acedia
egoísta y paralizante. La palabra acedia significa falta de fervor, de vigor
del ánimo. Lo que conlleva encerrarse en una tristeza dulzona que paraliza el
alma. Así se deriva hacia el pragmatismo y la mezquindad. Es conformarse, en el
quehacer cotidiano, con los mínimos que salvaguardan las apariencias pero sin
garra para emprender la tarea de crecer personalmente y ser eficaz en la misión
evangelizadora. ¡Qué dolor ver sumidos a los enviados por el Señor al mundo clausurados
sobre sí mismos, sin esperar nada y sin fructificar en gozo evangélico! “Muchos
laicos tratan de escapar del compromiso misionero. Es difícil encontrar
catequistas capacitados que perseveren en las tareas varios años. Algo
semejante ocurre con los sacerdotes que cuidan con obsesión su tiempo
personal...” (Francisco, La alegría del Evangelio, 81).
JOSÉ MARÍA YAGÜE
No hay comentarios:
Publicar un comentario