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miércoles, 12 de marzo de 2014

SIGAMOS CON LAS TENTACIONES



            Aunque el próximo domingo nos ofrece un fantástico texto para plantearnos la meta de nuestro camino, seguiremos con el tema del domingo pasado. La Transfiguración, leída al comienzo de la Cuaresma, es necesaria porque nadie emprende un camino sin apuntar al término del viaje. Menos aún se impone sacrificios si éstos no sirven a alguien. Contemplar a Cristo con el rostro radiante y revestido de luz, contemplado con paz y amor por los que ya llegaron a la Meta (Moisés y Elías) es una pasada. Hacia la contemplación de esa gloria caminamos. Por eso, aún al comienzo de la Cuaresma, se nos invita a poner ante la mirada a Cristo transfigurado. Es como un anticipo de la Pascua que nos espera al final de la larga y penosa Cuaresma de esta vida. Es el oasis en medio de la caminata por el desierto.  Prosigamos, no obstante, con las tentaciones. Porque eso de las “ideolatrías” de la semana pasada pudo iluminar algunas de nuestras inclinaciones. Pero pasó por alto otras muy importantes. Voy a recoger tres de ellas que el Papa Francisco comenta en su Exhortación “La alegría del evangelio”. Cambio el orden en que él las expone.

            Mundanidad espiritual. El papa la define como buscar la gloria y el bienestar personal antes que la gloria de Dios. Exacto. Eso que Jesús denuncia en los dirigentes de su tiempo: “¿cómo podéis creer vosotros que aceptáis la gloria unos de otros y no buscáis la gloria que viene del Dios único”? (Jn 5, 44). Tentación grave hoy de dirigentes no sólo políticos, sino sobre todo eclesiásticos, sean obispos o curas o sacristanes, cantores o lectores de la Palabra. Todos los que consideran que su prestigio y buena imagen es condición para que la gente crea. ¡Cuidado con ponerse en el candelero o escucharse a sí mismos o buscar sutilmente el halago y la autoafirmación! Eso es mundanidad vácua. Vanidad de vanidades, atrapar viento.

            Pesimismo estéril. Así lo define Francisco papa: “Una de las tentaciones más serias que ahogan el fervor y la audacia es la conciencia de derrota que nos convierte en pesimistas quejosos y desencantados, con cara de vinagre. Nadie emprende una lucha si de antemano no confía en el triunfo. Aun con la conciencia de las propias fragilidades, hay que seguir adelante, recordando lo que el Señor dijo a Pablo: “Te basta mi gracia, porque mi fuerza se manifiesta en la debilidad”. El triunfo cristiano es siempre el de la cruz”. ¡Como para perder el tiempo en las sacristías y en grupos de creyentes lamentándose día tras día de que a la iglesia sólo acuden los viejos!

            Acedia egoísta y paralizante. La palabra acedia significa falta de fervor, de vigor del ánimo. Lo que conlleva encerrarse en una tristeza dulzona que paraliza el alma. Así se deriva hacia el pragmatismo y la mezquindad. Es conformarse, en el quehacer cotidiano, con los mínimos que salvaguardan las apariencias pero sin garra para emprender la tarea de crecer personalmente y ser eficaz en la misión evangelizadora. ¡Qué dolor ver sumidos a los enviados por el Señor al mundo clausurados sobre sí mismos, sin esperar nada y sin fructificar en gozo evangélico! “Muchos laicos tratan de escapar del compromiso misionero. Es difícil encontrar catequistas capacitados que perseveren en las tareas varios años. Algo semejante ocurre con los sacerdotes que cuidan con obsesión su tiempo personal...” (Francisco, La alegría del Evangelio, 81).
           
                                                                        JOSÉ MARÍA YAGÜE




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