Santa
Teresa de Jesús, paisana de Suárez, inventó este ploeonasmo de “la
determinación determinada”. Ella la tuvo y recomendó para los asuntos de Dios y
del prójimo. El Duque de Suárez la aplicó en su vida para los asuntos de
España. La
manifestó en su mirada limpia y tersa, de frente, en su palabra, rotunda, bien modulada y
firme, y en sus acciones rápidas pero nada improvisadas. No fue un “iluminado”
sino un hombre consciente y amante de su responsabilidad. La
manifestó al asumir las riendas del Gobierno para una travesía, que luego se
llamó transición, difícil, arriesgada, minada por el pasado franquista y por la
oposición emergente. Aún así, esa determinación determinada le hizo salir
triunfador con la Ley
de la Reforma Política
y con los “milagrosos” pactos de la Moncloa.
Cautivó y encantó. Llevó adelante lo que no creíamos posible
cuando fue llamado para aquella misión. Manifestó
la misma determinación al renunciar al Gobierno de la Nación. Por los mismos motivos
por los que lo aceptó cinco años atrás. Porque consideraba esa decisión como su
mejor servicio a España. En toda su
carrera política, podemos estar seguros de algo: quiso servir a España y a los
españoles. Siendo un hombre ambicioso, esa fue su mayor ambición.
¡Qué lejos
de la mayor parte de los que le sucedieron! Ambición de éstos: mantener el
poder a costa de lo que sea. Entre “iluminados” que se avergüenzan de España y
de sus signos y arribistas que buscan medrar personalmente, hoy nos movemos en
una penosa carencia de identidad nacional. Condicionan los valores más nobles a
las encuestas y a las urnas; dejan la calle en manos de los cafres que golpean
a sus propios defensores y tienen la desvergüenza de hablar de “dignidad
nacional”. Arrojan sobre los adversarios políticos palabras huecas, mendaz
demagogia, que estomagan al ciudadano sencillo ajeno a todos esos intereses
partidistas. Es hora de
aprender. Y, si queremos aprender, quizá tengamos todavía remedio. Podemos
buscar la reconciliación, como hizo Suárez, o volver a las andadas de los años
30 del siglo pasado y rompernos la crisma una vez más. Alejemos el fantasma,
que nos persigue, de las dos Españas. ¿Serán más en el futuro?
A la hora
de tu muerte, querido Adolfo Suárez, muchos gritamos con Gutiérrez Mellado:
“Viva la madre que te parió”. Pero también deseamos y pedimos algo de tu
determinación determinada para hacer posible el proyecto de una España, patria
común. Dios quiera que no nos avergoncemos de hablar de España y de una patria
común para este hermoso lugar que Dios nos ha regalado. Descansa en paz.
JOSÉ MARÍA YAGÜE
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