“Ese hombre
que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos y me dijo que fuese a
Siloé y que me lavase. Entonces fui, me lavé y empecé a ver”. Así cuenta el
ciego de nacimiento el inició de su sanación. El episodio terminará cuando, postrándose
ante Jesús, confiesa: “Creo, Señor”. Se cuenta
la curación del ciego de nacimiento como una gran parábola. ¿Por qué la
ceguera? ¿Tuvieron culpa sus padres o él mismo? Cuando a sus padres se les
pregunta, no quieren saber nada del asunto, compromiso cero. Los dirigentes del
pueblo, que han de verificar los hechos, se niegan a la evidencia. Por nada del
mundo quieren reconocer el hecho contrastado: que el ciego ahora ve. Todos los
demás no pasan de espectadores pasivos. También se abre un debate en el que se
juzga al mismo Dios. Cristo, el sanador, es condenado. Todo esto sigue
ocurriendo hoy.
A propósito
del ciego se levantan muchas cuestiones. Porque hay diversas maneras de “ver”.
Está la invidencia total, el incapacitado para recibir la luz. Pero hay otras
invidencias. Por ejemplo las de quienes sólo se fijan en las apariencias, pero
no ven en el corazón. O las de quienes son incapaces de ver su propia imagen
ante el espejo porque está empañado y no quieren limpiarlo. O las de quienes se
niegan a ver la realidad que molesta y exige fuertes correcciones de rumbo para
no estrellarse.
También en la Iglesia hay muchas
cegueras. Las verdades del papa Francisco escuecen a unos, nos pillan a paso
cambiado a otros. Se admiran sus gestos. Pero llevar a la práctica en serio su
programa de “La alegría del Evangelio” es otra cosa. Requiere demasiada
energía. Algo muy profundo tiene que cambiar en la Iglesia de hoy para que
podamos ser, en Cristo, la luz de la que habla Pablo en la segunda lectura de
la misa del domingo próximo: “en otro tiempo erais tinieblas, ahora sois luz en
el Señor”. Se refiere el apóstol en el antes al pasado pagano; en el ahora a la
fe de los cristianos. ¿Nos atreveríamos a afirmar esto de nosotros? ¿Hemos
pasado del paganismo a la fe o nos está ocurriendo justo lo contrario? Durante
muchos siglos la Iglesia
ha sido luz, lo que sinceramente creo que no puede negar ningún historiador
honesto. En las artes, en la filosofía, en todas las ramas de la cultura, en la
asistencia a los pobres, en la oración, en la promoción de los pueblos... Por
muchos errores y sombras que se le quieran achacar, la Iglesia ha sido guía y
promotora de humanidad. ¿Lo es hoy? Puede que más de lo que se quiere
reconocer. Pero no hay que engañarse: la mayoría de los bautizados no
encuentran en la Iglesia
la orientación que necesitan y la acogida materna que reclaman.
Una manera
de ser luz es la alegría. Ni ficticia, ni autoimpuesta. La alegría que brota espontáneamente de Cristo Luz,
sanador y que se otorga a quien cree. Me lo decía una religiosa hace dos días:
si los cristianos fuéramos felices, las gentes vendrían en masa a preguntarnos
por la fuente de esa felicidad. ¿Qué nos está impidiendo hoy gozar de la Luz que es Cristo y difundirla
con obras y palabras? Sería bueno que nos preguntásemos esto quienes nos
llamamos cristianos. Buen ejercicio cuaresmal.
JOSÉ MARÍA
YAGÜE
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