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viernes, 28 de marzo de 2014

ME LAVÉ Y VEO

            “Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos y me dijo que fuese a Siloé y que me lavase. Entonces fui, me lavé y empecé a ver”. Así cuenta el ciego de nacimiento el inició de su sanación. El episodio terminará cuando, postrándose ante Jesús, confiesa: “Creo, Señor”. Se cuenta la curación del ciego de nacimiento como una gran parábola. ¿Por qué la ceguera? ¿Tuvieron culpa sus padres o él mismo? Cuando a sus padres se les pregunta, no quieren saber nada del asunto, compromiso cero. Los dirigentes del pueblo, que han de verificar los hechos, se niegan a la evidencia. Por nada del mundo quieren reconocer el hecho contrastado: que el ciego ahora ve. Todos los demás no pasan de espectadores pasivos. También se abre un debate en el que se juzga al mismo Dios. Cristo, el sanador, es condenado. Todo esto sigue ocurriendo hoy.

            A propósito del ciego se levantan muchas cuestiones. Porque hay diversas maneras de “ver”. Está la invidencia total, el incapacitado para recibir la luz. Pero hay otras invidencias. Por ejemplo las de quienes sólo se fijan en las apariencias, pero no ven en el corazón. O las de quienes son incapaces de ver su propia imagen ante el espejo porque está empañado y no quieren limpiarlo. O las de quienes se niegan a ver la realidad que molesta y exige fuertes correcciones de rumbo para no estrellarse.

            También en la Iglesia hay muchas cegueras. Las verdades del papa Francisco escuecen a unos, nos pillan a paso cambiado a otros. Se admiran sus gestos. Pero llevar a la práctica en serio su programa de “La alegría del Evangelio” es otra cosa. Requiere demasiada energía. Algo muy profundo tiene que cambiar en la Iglesia de hoy para que podamos ser, en Cristo, la luz de la que habla Pablo en la segunda lectura de la misa del domingo próximo: “en otro tiempo erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor”. Se refiere el apóstol en el antes al pasado pagano; en el ahora a la fe de los cristianos. ¿Nos atreveríamos a afirmar esto de nosotros? ¿Hemos pasado del paganismo a la fe o nos está ocurriendo justo lo contrario? Durante muchos siglos la Iglesia ha sido luz, lo que sinceramente creo que no puede negar ningún historiador honesto. En las artes, en la filosofía, en todas las ramas de la cultura, en la asistencia a los pobres, en la oración, en la promoción de los pueblos... Por muchos errores y sombras que se le quieran achacar, la Iglesia ha sido guía y promotora de humanidad. ¿Lo es hoy? Puede que más de lo que se quiere reconocer. Pero no hay que engañarse: la mayoría de los bautizados no encuentran en la Iglesia la orientación que necesitan y la acogida materna que reclaman.

            Una manera de ser luz es la alegría. Ni ficticia, ni autoimpuesta. La alegría que brota espontáneamente de Cristo Luz, sanador y que se otorga a quien cree. Me lo decía una religiosa hace dos días: si los cristianos fuéramos felices, las gentes vendrían en masa a preguntarnos por la fuente de esa felicidad. ¿Qué nos está impidiendo hoy gozar de la Luz que es Cristo y difundirla con obras y palabras? Sería bueno que nos preguntásemos esto quienes nos llamamos cristianos. Buen ejercicio cuaresmal.
          
                                                                                            JOSÉ MARÍA YAGÜE


  



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