La escena es cautivadora. Cansado del camino, Jesús se
sienta junto al manantial de Jacob. Pronto llega una mujer a sacar agua.
Pertenece a un pueblo semipagano, despreciado por los judíos. Con toda
espontaneidad, Jesús inicia el diálogo. No sabe mirar a nadie con desprecio,
sino con ternura grande. “Mujer, dame de beber”.
La mujer queda sorprendida. ¿Cómo se atreve a entrar en
contacto con una samaritana? ¿cómo se rebaja a hablar con una mujer
desconocida?. Las palabras de Jesús la sorprenderán todavía más: “Si
conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y
él te daría del agua de la vida”.
Son muchas las personas que, a lo largo de estos años, se
han ido alejando de Dios, sin apenas advertir lo que realmente estaba
ocurriendo en su interior. Hoy Dios les resulta un “ser extraño”. Todo lo que
está relacionado con él, les parece vacío y sin sentido: un mundo infantil,
cada vez más lejano.
Los entiendo. Sé lo que pueden sentir. También yo me he ido
alejando poco a poco de aquel “Dios de mi infancia” que despertaba dentro de mí
tantos miedos desazón y malestar. Probablemente, sin Jesús nunca me hubiera
encontrado con un Dios que hoy es para mí un Misterio de bondad: una presencia
amistosa y acogedora en quien puedo confiar siempre.
Nunca me ha atraído la tarea de verificar mi fe con pruebas
científicas: creo que es un error tratar el misterio de Dios como si fuera un
objeto de laboratorio. Tampoco los dogmas religiosos me han ayudado a
encontrarme con Dios. Sencillamente me he dejado conducir por una confianza en
Jesús que ha ido creciendo con los años.
No sabría decir exactamente cómo se sostiene hoy mi fe en
medio de una crisis religiosa que me sacude también a mí como a todos. Solo
diría que Jesús me ha traído a vivir la fe en Dios de manera sencilla desde el
fondo de mi ser. Si yo escucho, Dios no se calla. Si yo me abro, él no se
encierra. Si yo me confío, él me acoge. Si yo me entrego, él me sostiene. Si yo
me hundo, él me levanta.
Creo que la experiencia primera y más importante es
encontrarnos a gusto con Dios porque lo percibimos como una “presencia
salvadora”. Cuando una persona sabe lo que es vivir a gusto con Dios porque, a
pesar de nuestra mediocridad, nuestros errores y egoísmos, él nos acoge tal
como somos, y nos impulsa a enfrentarnos a la vida con paz, difícilmente
abandonará la fe. Muchas personas están hoy abandonando a Dios antes de haberlo
conocido. Si conocieran la experiencia de Dios que Jesús contagia, lo buscarían.
De Eclesalia.net
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