Entramos en
el centro, en el núcleo de la Cuaresma. Tres
semanas, tres domingos en los que la
Iglesia nos propone y ofrece lo mejor que tiene: tres relatos
del evangelio de San Juan en los que se desvela el misterio de Cristo. Como no
se puede expresar en directo, se usan tres símbolos. Agua, Luz, Vida. Todo
bautizado debería saberlo. Jesucristo es todo eso. Y a todo hombre o mujer de
buena voluntad, cristiano o no, hay que
decírselo. Para que, al fin, cada uno termine diciendo: Señor, dame de esa
agua; Señor, que yo vea; Señor, que yo resucite a la Vida nueva que sólo Tú puedes
ofrecer. Vayamos con lo primero.
Un
encuentro casual. Jesús tiene sed y está cansado. Una mujer llega al pozo a
buscar agua. Como los pueblerinos íbamos a la fuente de nuestro pueblo –la del
mío estaba en el camino de Cantalpino- a buscar agua. No eran tiempos los de
Jesús ni los de nuestra infancia de agua en las casas, de abrir el grifo y ya.
Tanta abundancia de hoy también tiene sus riesgos. ¿Por qué, saciados de todo,
llegamos a sentir con frecuencia una tristeza dulzona y casi infinita, una sed
de algo más? Lo que
sigue es lo más normal. Jesús sediento pide a la mujer que lleva su cántaro que
le dé un trago de agua. Pero la señora no está por la labor. ¿Cómo tú, siendo
judío, me pides de beber a mí que soy samaritana?
La fastidiamos. Mal comienzo para una relación natural, sana y productiva. Ante
algo tan sencillo, cotidiano y universal como la sed y el agua para quitarla,
se mete una cuña, una barrera. Tú judío, yo samaritana. ¿Y qué tendrá que ver
eso con la sed y el agua? ¿Nos damos cuenta de que nos salimos por la tangente
a cada instante? Es que, con tal de no entendernos, hay que señalar siempre las
diferencias. Hombre-mujer; rico-pobre; joven-mayor; europeo-subsahariano;
español-catalán; pepero-pesoista (aunque los primeros tengan nada de populares y
los segundos muy poco de socialistas). Y un largo etcétera. Con lo fácil que
sería atenerse a lo evidente: soy persona humana ante otra persona humana. Toma
un trago de agua y luego hablamos.
Menos mal
que Jesús sí lo ve claro y además tiene algo que ofrecer. Hace caso omiso de
sus diferencias, no entra al trapo y va a lo suyo. “Si conocieras el don de
Dios”. Pronto cae en la cuenta la señora de que ella es la sedienta: “dame de
esa agua”. Al final, ya no le da sólo un trago de agua sino que deja allí el
cántaro. Para que Jesús y los suyos puedan sacar agua del pozo y beber en
abundancia. Mientras tanto, la señora se va al pueblo a contar lo que acaba de
encontrar. Que sepamos, es la primera misionera, mujer y extranjera.
Esto se
llama aprovechar las ocasiones. Cansado y sediento, Jesús convence a una mujer
de que le falta lo principal: el don de Dios. ¿No es una parábola maravillosa?
¿Y no debería ser todo mucho más fácil? También nuestra iglesia está cansada,
es incluso vieja. Pero, si cree, si creemos, sabremos no entrar al trapo en
cuestiones ideológicas y marcar diferencias, y ofreceremos la Palabra justa. Al mundo
autosuficiente, ahíto de bienes y codicia. Y al mundo de los pobres que carecen
de todo, pero quizá están más abiertos para recibir el don de Dios, el agua
viva que salta hasta la vida eterna.
JOSÉ MARÍA YAGÜE
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