"Estemos firmes en la prueba: nuestra fuerza es el
amor de Cristo" (de la liturgia)
Desierto del Sinaí |
El Señor Dios prepara para el hombre un jardín delicioso y
fértil: tierra de comunión y de encuentro entre el Creador y el “adán”, tierra
de libertad donde el amor es la consciente adhesión a la voluntad de Dios, con
la certeza confiada de que quiere el bien de sus criaturas.
Aunque queda abierta la posibilidad del rechazo, aunque la
serpiente puede hacerse notar en el jardín, el Espíritu de Dios conduce a Jesús
al desierto: tierra de soledad donde todo calla y el silencio amplifica las
voces que percibe el corazón; tierra de libertad donde Dios puede hablar o
callar. También el diablo, el Divisor, puede encontrarnos en el desierto. Por
eso fue conducido al desierto por el Espíritu.
El hombre engañado por el Maligno buscó una gloria que
pensaba que un Dios envidioso le negaba: ser como Dios, auto-determinar lo que
es el bien y el mal, la insidia de siempre. Y Adán se encontró desnudo,
desterrado del jardín original, errante en una tierra que exige fatigas para
producir pan. Jesús, por eso, bajó al abismo de la caída del primer hombre del
orgullo y la autosuficiencia de cada uno de nosotros.
Como cualquier hombre, oyó la atractiva voz del que en la
soledad absoluta se le acerca y le incita a probar sus propias posibilidades:
someter a su servicio las leyes de la materia, instrumentalizar la protección
divina, dominar el mundo comprometiéndose “sólo un poco” con el Príncipe de
este mundo. ¿Acaso no son los medios más adecuados para llevar a cabo con éxito
la misión confiada? Son tentaciones que cada uno conoce bien, aunque nos limitemos
al ámbito del propio trabajo.
Oh Padre, tú que has ofrecido al hombre vivir en comunión
contigo y que, cuando Adán, el progenitor soberbio, pecó no lo abandonaste en
el abismo de su caída: mírame también a mí, sácame de la angustia en la que me
precipita el deseo de ser un dios que encuentra en sí mismo la norma del bien y
el mal.
Oh Cristo, tú que nos has rescatado del pecado de Adán y has
seguido el camino de la obediencia indicado por tu Padre hasta la cruz: sálvame
también a mí, que deseo saciarme de cosas, de gloria y de poder, aunque quedo
desilusionado y hambriento porque la Vida está en otra parte.
Oh Espíritu, tú que condujiste a Jesús al desierto liara
que, victorioso del mal, pudiese restituir al Padre la sumisión amorosa que
cada uno de nosotros le hemos negado: ilumíname y fortalece mi corazón, para
que aprenda a discernir tu voluntad y la cumpla sin temer fracasos o burlas,
con humildad obediente, en la libertad del amor.
El Señor Jesucristo fue tentado por el diablo en el
desierto. Cristo ciertamente fue tentado por el diablo, pero en él eras tentado
tú. Pues tuya era la carne que Cristo asumió para que recibieses de él la
salvación. Asumió la muerte, que era tuya, para darte la vida; tomó de ti las
humillaciones para que tu recibieses de él la gloria.
He puesto en Cristo mi torre-fortaleza. Él, por nosotros, se
ha hecho torre frente al enemigo, él es también piedra sobre la que está
edificada la Iglesia.
¿Buscas remedio para no ser herido por el diablo? ¡Refúgiate
en la torre! Tienes ante ti la torre. Acuérdate de Cristo y habrás entrado en
la torre. ¿Cómo te acordarás de Cristo? Cuando tengas algo por lo que sufrir,
piensa que él ha sufrido antes y reflexiona por quién ha sufrido. Él murió para
resucitar. Espera tú también lograr la meta en la que nos ha precedido y habrás
entrado en la torre sin ceder ante el enemigo (Agustín, Exposición del
salmo 60, passim).
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