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jueves, 6 de marzo de 2014

PRIMER DOMINGO DE CUARESMA

"Estemos firmes en la prueba: nuestra fuerza es el amor de Cristo"  (de la liturgia)

Desierto del Sinaí

El Señor Dios prepara para el hombre un jardín delicioso y fértil: tierra de comunión y de encuentro entre el Creador y el “adán”, tierra de libertad donde el amor es la consciente adhesión a la voluntad de Dios, con la certeza confiada de que quiere el bien de sus criaturas.
Aunque queda abierta la posibilidad del rechazo, aunque la serpiente puede hacerse notar en el jardín, el Espíritu de Dios conduce a Jesús al desierto: tierra de soledad donde todo calla y el silencio amplifica las voces que percibe el corazón; tierra de libertad donde Dios puede hablar o callar. También el diablo, el Divisor, puede encontrarnos en el desierto. Por eso fue conducido al desierto por el Espíritu.
El hombre engañado por el Maligno buscó una gloria que pensaba que un Dios envidioso le negaba: ser como Dios, auto-determinar lo que es el bien y el mal, la insidia de siempre. Y Adán se encontró desnudo, desterrado del jardín original, errante en una tierra que exige fatigas para producir pan. Jesús, por eso, bajó al abismo de la caída del primer hombre del orgullo y la autosuficiencia de cada uno de nosotros.
Como cualquier hombre, oyó la atractiva voz del que en la soledad absoluta se le acerca y le incita a probar sus propias posibilidades: someter a su servicio las leyes de la materia, instrumentalizar la protección divina, dominar el mundo comprometiéndose “sólo un poco” con el Príncipe de este mundo. ¿Acaso no son los medios más adecuados para llevar a cabo con éxito la misión confiada? Son tentaciones que cada uno conoce bien, aunque nos limitemos al ámbito del propio trabajo.


Oh Padre, tú que has ofrecido al hombre vivir en comunión contigo y que, cuando Adán, el progenitor soberbio, pecó no lo abandonaste en el abismo de su caída: mírame también a mí, sácame de la angustia en la que me precipita el deseo de ser un dios que encuentra en sí mismo la norma del bien y el mal.
Oh Cristo, tú que nos has rescatado del pecado de Adán y has seguido el camino de la obediencia indicado por tu Padre hasta la cruz: sálvame también a mí, que deseo saciarme de cosas, de gloria y de poder, aunque quedo desilusionado y hambriento porque la Vida está en otra parte.
Oh Espíritu, tú que condujiste a Jesús al desierto liara que, victorioso del mal, pudiese restituir al Padre la sumisión amorosa que cada uno de nosotros le hemos negado: ilumíname y fortalece mi corazón, para que aprenda a discernir tu voluntad y la cumpla sin temer fracasos o burlas, con humildad obediente, en la libertad del amor.


El Señor Jesucristo fue tentado por el diablo en el desierto. Cristo ciertamente fue tentado por el diablo, pero en él eras tentado tú. Pues tuya era la carne que Cristo asumió para que recibieses de él la salvación. Asumió la muerte, que era tuya, para darte la vida; tomó de ti las humillaciones para que tu recibieses de él la gloria.
He puesto en Cristo mi torre-fortaleza. Él, por nosotros, se ha hecho torre frente al enemigo, él es también piedra sobre la que está edificada la Iglesia.
¿Buscas remedio para no ser herido por el diablo? ¡Refúgiate en la torre! Tienes ante ti la torre. Acuérdate de Cristo y habrás entrado en la torre. ¿Cómo te acordarás de Cristo? Cuando tengas algo por lo que sufrir, piensa que él ha sufrido antes y reflexiona por quién ha sufrido. Él murió para resucitar. Espera tú también lograr la meta en la que nos ha precedido y habrás entrado en la torre sin ceder ante el enemigo (Agustín, Exposición del salmo 60, passim).


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