¿Comete Dios
delito de “tráfico de influencias”? ¿Tendría que ser condenado por los jueces
humanos por atender a las “recomendaciones” de sus amigos? Las preguntas
parecen de broma pero no son broma. De hecho, algunos sabios teólogos cuestionan
la pertinencia de la oración de petición. A pesar de
ellos, Jesús enseña a pedir a sus discípulos. Y la Iglesia siempre nos ha
enseñado a pedir y a rezar dirigiéndole súplicas a Dios. ¿Es que no sabe Dios
lo que necesitamos antes de que se lo pidamos?
Por
supuesto que Dios sabe lo que necesitamos y también hay que dar como hecho
incontrastable que nuestras oraciones no pueden modificar el designio de Dios.
Entonces, ¿para que gastar tiempo en pedirle cosas a Dios? ¿Cómo se explica,
por otra parte, que Jesús insista, tras enseñar el Padre Nuestro, que hemos de
rogar una y otra vez, con perseverancia, hasta “cansar a Dios”?
Estas
preguntas tienen dos respuestas. Una primera, más sencilla, y la otra,
relacionada con la primera, pero un poquito más complicada. Vamos con ellas.
La primera
respuesta a las cuestiones arriba planteadas es que la oración de súplica no es
para convencer a Dios sino para convencernos a nosotros mismos de lo que
necesitamos de verdad. Con lo cual nos predispone a trabajar con más
insistencia para obtener los dones que necesitamos: glorificar a Dios y no a
nosotros mismos, trabajar por el Reino que es justicia y paz, hacer la voluntad
de Dios y no nuestro capricho, compartir cada día el pan con el necesitado sin
acaparar lo innecesario, aprender a perdonar y acoger el perdón de Dios y de
los demás, y no meternos en líos que acabarán con daño para nosotros y para los
demás.
Tenemos
derecho a esperar todo esto como don de Dios. Pero con tal de que lo trabajemos
con ganas en el quehacer de cada día. A eso habría que añadir, con San Agustín,
que las súplicas a Dios son necesarias para ensanchar nuestro corazón y dar más
espacio en él a los dones de Dios, liberándonos de los caprichos de las modas y
del materialismo rampante que nos acosa. También para acoger y aceptar los
dones de Dios y hacerlos fructificar. Sobre todo, el don supremo que es el
Espíritu Santo.
La otra
respuesta, relacionada con la primera y un poquito más complicada, es que en el
Padre nuestro Jesús nos enseña no sólo lo que tenemos que pedir y desear, sino cómo
y desde que actitudes del corazón hemos de orar. En síntesis, podemos asegurar
que no podemos relacionarnos con Dios desde el orgullo y la autosuficiencia.
Que la oración requiere sabernos necesitados y dependientes. Que no podemos
anteponer nuestra voluntad a la de Dios, quien nunca es un tapa-agujeros de
nuestras limitaciones. Que creer en Dios y en su ayuda supone ser solidarios y
desear tanto el pan de los demás como el propio. Que quien acoge el perdón,
ofrecido siempre por Dios, indefectiblemente perdona a los demás. Ah! Y que si
no queremos hacernos mal no hay que meterse en líos (tentaciones, los llama el
Evangelio) y ser limpios en las intenciones. Amén.
JOSÉ
MARÍA YAGÜE
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