Texto completo de la homilía de Francisco en la misa en
Lampedusa, el pasado día 8 de julio, a donde fue para rezar y depositar una corona de flores
en el mar por los inmigrantes muertos.
«Inmigrantes muertos en el mar, desde esas barcas que en
lugar de ser una vía de esperanza han sido una vía de muerte». Así es el
titular de los periódicos. Cuando hace algunas semanas he conocido esta
noticia, que lamentablemente tantas veces se ha repetido, mi pensamiento ha
vuelto a esto continuamente como una espina en el corazón que causa
sufrimiento.
Y entonces he sentido que debía venir aquí hoy a rezar, a
realizar un gesto de cercanía, pero también a despertar nuestras conciencias
para que lo que ha sucedido no se repita, no se repita, por favor.
Pero antes, quisiera decir una palabra de sincera gratitud y
de aliciente a ustedes, habitantes de Lampedusa y Linosa, a las asociaciones, a
los voluntarios y a las fuerzas de seguridad, que han mostrado y muestran
atención a las personas en su viaje hacia algo mejor. Ustedes son una pequeña
realidad, ¡pero ofrecen un ejemplo de solidaridad!
Gracias también al Arzobispo Mons. Francesco Montenegro, por
su ayuda, su trabajo y su cercanía pastoral. Gracias también a la señora Giusy
Nicolini, alcaldesa, por lo que hace.
Dirijo un pensamiento a los queridos inmigrantes musulmanes que
están comenzando el ayuno de Ramadán, con el deseo de abundantes frutos
espirituales. La Iglesia está cerca de ustedes en la búsqueda de una vida más
digna para ustedes y para sus familias. ¡A ustedes “O’ scia’!”
Esta mañana, a la luz de la Palabra de Dios que hemos
escuchado, quisiera proponer algunas palabras que, sobre todo, despierten la
conciencia de todos, impulsen a reflexionar y a cambiar concretamente ciertas
actitudes.
“¿Adán, dónde estás?”: es la primera pregunta que Dios
dirige al hombre después del pecado. “¿Dónde estás?”. Es un hombre desorientado
que ha perdido su lugar en la creación porque cree que puede volverse potente,
que puede dominar todo, que puede ser Dios. Y la armonía se rompe, el hombre se
equivoca y esto se repite también en la relación con el otro que ya no es el
hermano al que hay que amar, sino sencillamente el otro que disturba mi vida,
mi bienestar. Y Dios hace la segunda pregunta: “Caín, ¿dónde está tu hermano?”.
El sueño de ser poderoso, de ser grande como Dios, es más, de ser Dios, lleva a
una cadena de equivocaciones que es cadena de muerte, ¡conduce a derramar la
sangre del hermano!
¡Estas dos preguntas de Dios resuenan también hoy, con toda
su fuerza! Muchos de nosotros, también yo me incluyo, estamos desorientados, ya
no estamos atentos al mundo en que vivimos, no cuidamos, no custodiamos lo que
Dios ha creado para todos y ya no somos capaces ni siquiera de custodiarnos
unos a otros. Y cuando esta desorientación adquiere las dimensiones del mundo,
se llega a las tragedias como a la que hemos asistido.
“¿Dónde está tu hermano?, la voz de su sangre grita hasta
mí”, dice Dios. Esta no es una pregunta dirigida a los demás, es una pregunta
dirigida a mí, a ti, a cada uno de nosotros. Esos hermanos y hermanas nuestros
trataban de salir de situaciones difíciles para encontrar un poco de serenidad
y de paz; buscaban un lugar mejor para ellos y para sus familias, pero han
encontrado la muerte.
¡Cuántas veces aquellos que buscan esto no encuentran
comprensión, acogida, solidaridad!
¡Y sus voces suben hasta Dios!
Y una vez más a ustedes, habitantes de Lampedusa les
agradezco su solidaridad.
He escuchado recientemente a uno de estos hermanos. Antes de
llegar aquí han pasado por las manos de los traficantes. Esos que explotan la
pobreza de los demás. Esa gente que hace de la pobreza de los demás su propia
fuente de ganancia. ¡Cuánto han sufrido... y algunos no han logrado llegar!
“¿Dónde está tu hermano?”. ¿Quién es el responsable de esta
sangre?
En la literatura española hay una comedia de Lope de Vega
que narra cómo los habitantes de la ciudad de Fuenteovejuna matan al Gobernador
porque es un tirano, y lo hacen de modo que no se sepa quién ha realizado la
ejecución. Y cuando el juez del rey pregunta: “¿Quién ha asesinado al Gobernador?”,
todos responden: “Fuenteovejuna, Señor”. ¡Todos y nadie!
También hoy esta pregunta surge con fuerza: ¿Quién es el
responsable de la sangre de estos hermanos y hermanas? ¡Nadie! Todos nosotros
respondemos así: no soy yo, yo no tengo nada que ver, serán otros, ciertamente
no yo. Pero Dios pregunta a cada uno de nosotros: “¿Dónde está la sangre de tu
hermano que grita hasta mí?”
Hoy nadie se siente responsable de esto; hemos perdido el
sentido de la responsabilidad fraterna; hemos caído en la actitud hipócrita del
sacerdote y del servidor del altar, del que habla Jesús en la parábola del Buen
Samaritano: miramos al hermano medio muerto en el borde del camino, quizá
pensamos “pobrecito”, y continuamos por nuestro camino, no es tarea nuestra; y
con esto nos tranquilizamos y nos sentimos bien. La cultura del bienestar, que
nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos vuelve insensibles a los gritos de
los demás, nos hace vivir en pompas de jabón, que son bellas, pero no son nada,
son la ilusión de lo fútil, de lo provisorio, que lleva a la indiferencia hacia
los demás, es más lleva a la globalización de la indiferencia. En este mundo de
la globalización hemos caído en la globalización de la indiferencia. ¡Nos hemos
habituado al sufrimiento del otro, no nos concierne, no nos interesa, no es un
asunto nuestro!
Vuelve la figura del Innominado de Manzoni. La globalización
de la indiferencia nos hace a todos “innominados”, responsables sin nombre y
sin rostro.
“¿Adán dónde estás?”, “¿dónde está tu hermano?”, son las dos
preguntas que Dios hace al inicio de la historia de la humanidad y que dirige
también a todos los hombres de nuestro tiempo, también a nosotros.
Pero yo querría que nos hiciéramos una tercera pregunta:
“¿Quién de nosotros ha llorado por este hecho y por hechos como éste?”. ¿Quién
ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas? ¿Quién ha llorado por
estas personas que estaban en la barca? ¿Por las jóvenes mamás que llevaban a
sus niños? ¿Por estos hombres que deseaban algo para sostener a sus propias
familias?
Somos una sociedad que ha olvidado la experiencia del
llorar, del “padecer con”: ¡la globalización de la indiferencia nos ha quitado
la capacidad de llorar!
En el Evangelio hemos escuchado el grito, el llanto, el gran
lamento: “Raquel llora a sus hijos… porque ya no están”. Herodes ha sembrado
muerte para defender su propio bienestar, su propia pompa de jabón. Y esto
sigue repitiéndose… Pidamos al Señor que borre lo que queda de Herodes también
en nuestro corazón; pidamos al Señor la gracia de llorar sobre nuestra
indiferencia, sobre la crueldad que hay en el mundo, en nosotros, también en
aquellos que en el anonimato toman decisiones socio-económicas que abren el
camino a dramas como este. ¿Quién ha llorado? ¿Quién ha llorado? ¿Quién ha
llorado hoy en el mundo?”
Señor, en esta Liturgia, que es una Liturgia de penitencia,
pedimos perdón por la indiferencia hacia tantos hermanos y hermanas, te
pedimos, Padre, perdón por quien se ha acomodado, se ha encerrado en su propio
bienestar que lleva a la anestesia del corazón, te pedimos perdón por aquellos
que con sus decisiones a nivel mundial han creado situaciones que conducen a
estos dramas. ¡Perdón Señor!
Señor, que escuchemos también hoy tus preguntas: ¿“Adán,
dónde estás?”, “¿dónde está la sangre de tu hermano?”
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