Entre los que emigran lejos de la casa paterna y los que se
niegan a entrar en ella para no encontrar al hermano, vivimos en una sociedad
rota, insolidaria, crispada, plagada de acusaciones recíprocas. Por tanto,
absolutamente incapaz de reconstruir la fraternidad.
Todos
albergamos el íntimo presentimiento de que estamos en el mundo para ser
felices. Aceptamos también fácilmente que a cualquier mínimo de felicidad va
asociado el buen entendimiento (“el buen rollo” que gustan decir los jóvenes) con
nuestros semejantes. Esto, sin embargo, es lo que empieza a fallar en cuanto
uno se empeña en utilizar los propios recursos y capacidades para su bienestar,
sin considerar el de los demás.
Tal es
nuestra situación. Como la describe Jesús en la hermosísima y no menos lúcida
parábola del “hijo pródigo”. Pródigo el que se marchó de casa para arruinarse y
venir al estado de extrema necesidad, de soledad y amargura, sin padre y sin
hermanos. Asociado a los cerdos cuyo alimento quiere compartir. Y pródigo el
que no quiere saber nada de su hermano y se irrita porque el padre le ha
perdonado y ha hecho una fiesta a su regreso.
Por eso es
tan urgente y apremiante la invitación al cambio que se nos dirige en este
tiempo de Cuaresma. Por favor, “dejad que Dios os reconcilie”. Se da por
supuesto que nosotros solos, a partir de los propios deseos y fuerzas, no somos
capaces de reconciliarnos. Por eso se nos urge a ponernos en camino hacia el
Padre, hacia Dios para que él nos reconcilie.
Pero eso
también lo tenemos difícil hoy. En la modernidad, nos hemos hecho tan
autosuficientes, que tampoco queremos cuentas con Dios. A muchos, les parece
superfluo, innecesario, trasnochado. El ser humano, dicen, ha de construir su vida por sí mismo. En eso
consiste la autonomía y la libertad. Si damos espacio a Dios, ¿qué queda de la
libertad humana?
De ahí, la
apremiante necesidad de que la primera vuelta sea al Padre, a Dios. ¡Sí, me
levantaré, volveré donde mi Padre! Porque sólo en la casa común es posible
realizar la fiesta de la justicia y la equidad, con manjares y bebida para todos.
¿Cómo
acercarnos a esta utopía? Desde luego, entrando dentro de nosotros mismos. Hay
que bucear en el “ego” para encontrar nuestros propios desajustes, las razones
de nuestro desencuentro con los otros y de la pérdida del presentimiento de que
la felicidad es factible. Será necesaria la crítica a nuestras instituciones y
a sus dirigentes. Pero si esa crítica no comienza por la autocrítica y el
cambio interior, el del propio corazón, aquélla no sólo será estéril sino que
contribuirá a ensanchar y ahondar el abismo entre los miembros de lo que sigue
siendo la familia humana.
Hay que
poner la inteligencia al servicio de la felicidad, no del orgullo ni del egoísmo.
Éste último siempre es el peor camino.
JOSÉ MARÍA YAGÜE
No hay comentarios:
Publicar un comentario