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miércoles, 6 de marzo de 2013

EMIGRÓ LEJOS ... SE NEGÓ A ENTRAR


             Entre los que emigran lejos de la casa paterna y los que se niegan a entrar en ella para no encontrar al hermano, vivimos en una sociedad rota, insolidaria, crispada, plagada de acusaciones recíprocas. Por tanto, absolutamente incapaz de reconstruir la fraternidad.

            Todos albergamos el íntimo presentimiento de que estamos en el mundo para ser felices. Aceptamos también fácilmente que a cualquier mínimo de felicidad va asociado el buen entendimiento (“el buen rollo” que gustan decir los jóvenes) con nuestros semejantes. Esto, sin embargo, es lo que empieza a fallar en cuanto uno se empeña en utilizar los propios recursos y capacidades para su bienestar, sin considerar el de los demás.

            Tal es nuestra situación. Como la describe Jesús en la hermosísima y no menos lúcida parábola del “hijo pródigo”. Pródigo el que se marchó de casa para arruinarse y venir al estado de extrema necesidad, de soledad y amargura, sin padre y sin hermanos. Asociado a los cerdos cuyo alimento quiere compartir. Y pródigo el que no quiere saber nada de su hermano y se irrita porque el padre le ha perdonado y ha hecho una fiesta a su regreso.

            Por eso es tan urgente y apremiante la invitación al cambio que se nos dirige en este tiempo de Cuaresma. Por favor, “dejad que Dios os reconcilie”. Se da por supuesto que nosotros solos, a partir de los propios deseos y fuerzas, no somos capaces de reconciliarnos. Por eso se nos urge a ponernos en camino hacia el Padre, hacia Dios para que él nos reconcilie.

            Pero eso también lo tenemos difícil hoy. En la modernidad, nos hemos hecho tan autosuficientes, que tampoco queremos cuentas con Dios. A muchos, les parece superfluo, innecesario, trasnochado. El ser humano, dicen,  ha de construir su vida por sí mismo. En eso consiste la autonomía y la libertad. Si damos espacio a Dios, ¿qué queda de la libertad humana?

            De ahí, la apremiante necesidad de que la primera vuelta sea al Padre, a Dios. ¡Sí, me levantaré, volveré donde mi Padre! Porque sólo en la casa común es posible realizar la fiesta de la justicia y la equidad, con manjares y  bebida para todos.

            ¿Cómo acercarnos a esta utopía? Desde luego, entrando dentro de nosotros mismos. Hay que bucear en el “ego” para encontrar nuestros propios desajustes, las razones de nuestro desencuentro con los otros y de la pérdida del presentimiento de que la felicidad es factible. Será necesaria la crítica a nuestras instituciones y a sus dirigentes. Pero si esa crítica no comienza por la autocrítica y el cambio interior, el del propio corazón, aquélla no sólo será estéril sino que contribuirá a ensanchar y ahondar el abismo entre los miembros de lo que sigue siendo la familia humana.
       
            Hay que poner la inteligencia al servicio de la felicidad, no del orgullo ni del egoísmo. Éste último siempre es el peor camino.

                                                                  JOSÉ MARÍA YAGÜE

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