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martes, 8 de octubre de 2013

EL DRAMA DE LA INGRATITUD

            Leer hoy a contraluz el relato del sirio curado de la lepra (de nombre Naamán) y la curación de los diez leprosos puede resultar muy instructivo. Sobre todo si ante nosotros aparece la figura del papa Francisco, sus palabras y sus acciones.

            Naamán el Sirio era un alto personaje en la Corte de su País. Emigra a Palestina por indicación de una esclava para ser curado por el profeta Eliseo. Cuando tras varias vicisitudes que no son del caso se siente curado, se apresura a volver donde el Profeta y darle las gracias. No le es aceptado ningún presente pero entonces queda convencido de la fuerza del Dios de Eliseo. Por eso pide dos cargas de tierra de ese país para construir en el suyo un altar al Dios que le ha curado sobre esa tierra sagrada. El proceso es claro: curación, gratitud, adoración.

            Los paralelismos con Lucas son evidentes. Un extranjero, entre los diez curados, vuelve donde Jesús para dar las gracias por su sanación. El, sólo él, ha ido a dar gloria a Dios. Él, sólo él, recibe la salvación. Los otros fueron curados de la piel, éste ha sido salvado integralmente: “Levántate, vete, tu fe te ha salvado”.

            Un especialista en Biblia titula este relato como “el dramatismo de la lucha entre la gratitud y la ingratitud”. ¿Por qué dramatismo? Porque la salvación del ser humano, eso que hoy se suele llamar realización, se juega precisamente en este terreno.  El desagradecido, el que va a lo suyo, el que nada más sabe reclamar derechos y explotar en quejas o lamentos cuando piensa que no ha recibido lo que merece, ese tiene muy cerca del corazón la amargura y el resentimiento. Ni es feliz, ni está realizado ni está salvado.

            Por el contrario, quien, olvidándose de sí mismo y de sus propios intereses, tiene como prioridad agradecer el bien recibido, ese es que ha obtenido la salvación y da gloria a Dios. Construya o no altares al Dios vivo. Para nada se excluye que, en su momento, pueda reclamar sus propios derechos y, sobre todo, los de los demás.   Cierto que para muchos no es fácil ver la vida como una bendición y un don. Los excluidos por cualquier causa, personas que no han recibido amor ni siquiera desde niños, hambrientos, quienes desean trabajar y no tienen lugar en el mercado de trabajo, comenzando por tantos jóvenes, enfermos no suficientemente atendidos o sin medios, los que carecen de todo mientras observan la rapiña y la codicia de los privilegiados, etc. etc., éstos no estarán inclinados precisamente a agradecer.

            Por eso la primera tarea, y aquí viene a cuento lo dicho arriba del papa Francisco, es sanar, levantar, ofrecer compasión y ayuda a quien la necesita. Si queremos que realmente se glorifique a Dios, comencemos por el principio: sanar, ser Iglesia samaritana que tiene como primer objetivo incluir a los excluidos. No hay otra.


                                                                             JOSÉ MARÍA YAGÜE

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