Eso es lo
que nos presenta el evangelio del próximo domingo. Un test sencillo para
evaluar cómo nos situamos en la vida y con qué resultados. Para
comprender este evangelio habría que traducir la nomenclatura de los dos protagonistas.
Fariseos y publicanos eran dos grupos de personas existentes en los tiempos de
Jesús, pero esos términos han venido a significar otra cosa para nosotros.
Los
primeros eran conservadores de las tradiciones de su pueblo, fieles cumplidores
de las leyes y, como eso era bien visto en aquella sociedad muy religiosa, les
gustaba rezar mucho y que les vieran. Jesús les tachó de hipócritas, justo lo
que ha venido a significar hoy ese término de fariseos, porque su interior y su
justicia no se correspondían con las apariencias. Publicanos
eran los cobradores de impuestos al servicio del Imperio invasor y colonizador.
Se les permitía meter la mano en la bolsa, con tal de que a Roma llegase lo
estipulado. Naturalmente eran muy mal vistos por los pagadores de impuestos, es
decir por el pueblo llano que estaba hasta el cuello. Y hasta las narices.
No hay
equivalentes exactos en nuestra sociedad. Sin embargo, como aproximación a los
primeros, uno piensa en los ejecutivos de alto rango, socialmente bien considerados,
triunfadores, bien vestidos, con traje y corbata unas veces y con prendas
deportivas otras, pero por supuesto de diseño y obtenidas en “boutiques”.
Aunque éstos no suelan ser muy religiosos y no se les vea rezar, esto no tiene
demasiada importancia porque depende de las modas y de hábitos sociales propios
de cada época. Como ahora no toca ser “religiosos”, no conviene hacer alardes
de misticismo.
Los
publicanos serían los inspectores de Hacienda y adjuntos, los que se meten en
nuestras cuentas más para sacar que para ingresar. La diferencia está en que
los de ahora cobran para un Estado independiente (con el permiso de Europa,
claro) y no se les permite –en general- meter mano en la bolsa para sus gastos
personales. Por eso no tienen tan mala fama como los publicanos, pero
simpáticos no son desde luego.
Como queda
claro en la parábola, aparte de los términos, lo que importa es la actitud de
unos y otros. Los prepotentes se consideran superiores a los otros. Están
orgullosos de su triunfo en la vida. Triunfo que, sin duda, consideran
consecuencia de sus cualidades, mérito y trabajo. No son unos vagos como esos
que sólo se quejan de no haber tenido oportunidades. Los
servidores del bien común se saben llenos de faltas y defectos. No se ponen en el
centro de la imagen porque saben que lo suyo es servir a los demás. Porque
reconocen que muchas veces se sirven a sí mismos, están dispuestos a
arrepentirse y pedir disculpas. Y hasta a cambiar.
José María Yagüe
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