“Dios
mío, ten compasión de mí, que soy un pecador” (Lc 18,13)
Nos sentimos siempre un tanto incómodos ante el pasaje
evangélico del fariseo y del publicano. Nos desagrada un poco que haya sólo dos
protagonistas. Nosotros, en efecto, no nos sentimos identificados con el
fariseo, tan antipático en su actitud de persona de bien que mira a todos los
otros de arriba abajo -incluso a Dios, si fuera posible-; sin embargo, tampoco
nos identificamos con el publicano, porque es difícil reconocerse tan
odiosamente pecadores, aunque al final quisiéramos ser «justificados» como él.
A decir verdad, hay un tercer personaje, presente en el
relato, aunque invisible: somos nosotros. Soy yo, el que ahora lee la parábola.
En mi corazón no está ni sólo el fariseo ni sólo el publicano, sino
sucesivamente uno y otro, o bien ambos al mismo tiempo. Está el deseo de ser
una persona agradable a Dios, una persona que de vez en cuando se cree superior
a los otros; vienen, a continuación, momentos en los que, por gracia, se me
concede advertir qué lejos ando de los sentimientos de Cristo, y, entonces, ya
ni siquiera me atrevo a levantar los ojos al cielo. La vida cristiana es, por
tanto -como dice san Pablo-, una lucha, un combate, una carrera para conseguir,
con una imploración incesante, llegar a ser dóciles y humildes, llegar a tener
en nosotros «los mismos sentimientos de Cristo Jesús», el cual no
vino a aplastarnos con su superioridad, sino a hacerse pobre, pequeño, incluso
pecado y maldito, para que nosotros pudiéramos ser justificados.
Señor Jesús, tu mandamiento de amarnos como tú mismo nos
amaste nos hiere el corazón y nos hace descubrir con dolor qué lejos andamos de
habernos revestido de tus sentimientos de misericordia y de humildad. Estamos
hechos de tal modo que conseguimos pecar incluso cuando nos dirigimos a tu
Padre en oración. Ten piedad de nosotros. Danos tu Espíritu bueno. Enséñanos a
ponernos a la escucha de su grito inexpresable, que es el único que puede
llamar al Padre y obtener la salvación y la paz para nosotros.
Es una cosa buena aprender la humildad según Cristo. Es
posible extenuar nuestro propio cuerpo en poco tiempo con ayunos, pero no es
fácil ni se puede conseguir en poco tiempo humillar el alma de modo que
permanezca siempre humilde. Tenemos el corazón completamente endurecido y ya no
percibimos qué son la humildad y el amor de Cristo. Ciertamente, esta humildad
y este amor sólo es posible llegar a conocerlos con la gracia del Espíritu
Santo, pero no nos damos cuenta de que es posible atraerlos a nosotros. ¡Oh,
cómo debemos invocar al Señor para que dé a nuestra alma el Santo Espíritu de
humildad. El alma humilde tiene una gran paz, mientras que el alma soberbia se
atormenta por sí misma.
El orgulloso no conoce el amor de Dios y se encuentra
alejado de Él. Se ensoberbece porque es rico, sabio o famoso, pero ignora la
profundidad de su pobreza y de su ruina, porque no ha conocido a Dios. En
cambio, el Señor viene en ayuda de quien combate contra la soberbia, a fin de
que triunfe sobre esta pasión. Para que puedas ser salvado, es necesario que te
vuelvas humilde, puesto que, aunque se trasladara por la fuerza un hombre
soberbio al paraíso, tampoco allí encontraría paz ni se sentiría satisfecho, y
diría: «¿Por qué no estoy en el primer puesto?». Sin embargo, el alma humilde
está llena de amor y no busca los primeros puestos, sino que desea el bien para
todos y se contenta con cualquier condición. En virtud del amor, el alma desea
para cada hombre un bien mayor que para sí misma, y goza cuando ve que los
otros son más afortunados que ella, y se aflige cuando ve que se encuentran en
el sufrimiento. El alma del hombre humilde es como el mar. Echa una piedra en
el mar: apenas perturbará la superficie y de inmediato se hundirá. Así se
hunden las aflicciones en el corazón del hombre humilde, porque el poder del Señor
está con él (Archimandrita Sofronio,Silvano del Monte Athos, Turín 1973,
pp. 274-281, passim).
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