“Daré gracias a tu nombre por tu misericordia y tu lealtad” (Sal
137,2a).
Las lecturas que la liturgia nos propone hoy sugieren de
inmediato el tema de la gratitud. Sin embargo, nos invitan a algo más que a una
pura actitud de agradecimiento obligatorio. Si Dios realiza el milagro de curar
a Naamán, el Sirio, un extranjero por tanto, si el evangelio nos muestra a un
cismático samaritano que vuelve alabando «en alta voz» al Dios de
Israel, tal vez nos encontremos frente a la advertencia de que los que nos
sentimos en la Iglesia como en nuestra casa no debemos dar por descontado el
conocimiento que tenemos de Dios. El Señor nos invita a redescubrir que él y
sólo él es nuestro Dios. Él obra maravillas y nos hace pasar continuamente de
la lepra del pecado a la vida nueva, pero nos lo recuerda sirviéndose de
extranjeros que pasan por el camino de la humildad para llegar a una fe
liberada de todo orgullo y capaz de mostrarse agradecida. Vivimos en una época
en la que reina un gran relativismo religioso, en el que, en nombre de una
tolerancia mal entendida, se hace fácil para todos pensar -por dentro- que
nuestro Dios no es, después de todo, tan único. Sin embargo, Dios quiere que
reafirmemos con todas las libras de nuestro corazón nuestra profesión de fe en
él. Pablo nos invita a «acordarnos» de Jesucristo, muerto y resucitado por
nosotros. No hay otro mediador entre Dios y los hombres.
¿Cómo tiene lugar, sin embargo, este agradecimiento? El modo
serio de reconocer el señorío de Cristo es expulsar de nuestro corazón todo
ídolo, el primero y el más funesto de los cuales es nuestro propio yo. Que el
Señor nos haga capaces de convertir nuestra existencia en una pura y plena
eucaristía, en una perenne acción de gracias.
Es fuerte la muerte, que puede privarnos del don de la vida.
Es fuerte el amor, que puede restituirnos a una vida mejor.
Es fuerte la muerte, que tiene poder para desposeernos de
los despojos de este cuerpo. Es fuerte el amor, que tiene poder para arrebatar
a la muerte su presa y devolvérnosla.
Es fuerte la muerte, a la que nadie puede resistir. Es
fuerte el amor, capaz de vencerla, de embotar su aguijón, de reprimir sus
embates, de confundir su victoria. Lo cual tendrá lugar cuando podamos
apostrofarla, diciendo: ¿Dónde están tus pestes, muerte? ¿Dónde está,
muerte, tu aguijón?
Es fuerte el amor como la muerte, porque el amor de Cristo
da muerte a la misma muerte. Por esto dice: Oh muerte, yo seré tu muerte;
país de los muertos, yo seré tu aguijón.También el amor con que nosotros amamos
a Cristo es fuerte como la muerte, ya que viene a ser él mismo como una muerte,
dado que es el aniquilamiento de la vida anterior, la abolición de las malas
costumbres y el sepelio de las obras muertas.
Nuestro amor a Cristo es como un intercambio de dos cosas
semejantes, aunque su amor hacia nosotros supera al nuestro. Porque él nos
amó primero, y con el ejemplo de amor que nos dio se ha hecho para
nosotros como un sello, mediante el cual nos hacemos conformes a su imagen,
abandonando la imagen del hombre terreno y llevando la imagen del hombre
celestial, por el hecho de amarlo como él nos ha amado. Porque en esto nos
ha dejado un ejemplo para que sigamos sus huellas. Por esto dice: Grábame
como un sello en tu corazón.Es como si dijera: «Ámame, como yo te amo. Tenme en
tu pensamiento, en tu recuerdo, en tu deseo, en tus suspiros, en tus gemidos y
sollozos. Acuérdate, hombre, qué tal te he hecho, cuan por encima te he puesto
de las demás criaturas, con qué dignidad te he ennoblecido, cómo te he coronado
de gloria y de honor, cómo te he hecho un poco inferior a los ángeles, cómo he
puesto bajo tus pies todas las cosas. Acuérdate no sólo de qué grandes cosas he
hecho para ti, sino también de qué duras y humillantes cosas he sufrido por ti,
y dime si no obras perversamente cuando dejas de amarme. ¿Quién te ama como yo?
¿Quién te ha creado, sino yo? ¿Quién te ha redimido, sino yo?»
Quita de mí, Señor, este corazón de piedra, quita de mí este
corazón endurecido, incircunciso. Tú que purificas los corazones y amas los
corazones puros, toma posesión de mi corazón y habita en él, llénalo con tu
presencia, tú que eres superior a lo más grande que hay en mí y que estás más
dentro de mí que mi propia intimidad. Tú que eres el modelo perfecto de la
belleza y el sello de la santidad, sella mi corazón con la impronta de tu imagen;
sella mi corazón, por tu misericordia, tú, Dios por quien se consume mi
corazón, tú lote perpetuo. Amén (Balduino de Cantorbery, Tratado 10, PL
204, cois. 513-516 passim).
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