Vistas de página en total

Buscar este blog

viernes, 11 de octubre de 2013

DOMINGO 28 DEL TIEMPO ORDINARIO

“Daré gracias a tu nombre por tu misericordia y tu lealtad”  (Sal 137,2a).



Las lecturas que la liturgia nos propone hoy sugieren de inmediato el tema de la gratitud. Sin embargo, nos invitan a algo más que a una pura actitud de agradecimiento obligatorio. Si Dios realiza el milagro de curar a Naamán, el Sirio, un extranjero por tanto, si el evangelio nos muestra a un cismático samaritano que vuelve alabando «en alta voz» al Dios de Israel, tal vez nos encontremos frente a la advertencia de que los que nos sentimos en la Iglesia como en nuestra casa no debemos dar por descontado el conocimiento que tenemos de Dios. El Señor nos invita a redescubrir que él y sólo él es nuestro Dios. Él obra maravillas y nos hace pasar continuamente de la lepra del pecado a la vida nueva, pero nos lo recuerda sirviéndose de extranjeros que pasan por el camino de la humildad para llegar a una fe liberada de todo orgullo y capaz de mostrarse agradecida. Vivimos en una época en la que reina un gran relativismo religioso, en el que, en nombre de una tolerancia mal entendida, se hace fácil para todos pensar -por dentro- que nuestro Dios no es, después de todo, tan único. Sin embargo, Dios quiere que reafirmemos con todas las libras de nuestro corazón nuestra profesión de fe en él. Pablo nos invita a «acordarnos» de Jesucristo, muerto y resucitado por nosotros. No hay otro mediador entre Dios y los hombres.

¿Cómo tiene lugar, sin embargo, este agradecimiento? El modo serio de reconocer el señorío de Cristo es expulsar de nuestro corazón todo ídolo, el primero y el más funesto de los cuales es nuestro propio yo. Que el Señor nos haga capaces de convertir nuestra existencia en una pura y plena eucaristía, en una perenne acción de gracias.


Es fuerte la muerte, que puede privarnos del don de la vida. Es fuerte el amor, que puede restituirnos a una vida mejor.
Es fuerte la muerte, que tiene poder para desposeernos de los despojos de este cuerpo. Es fuerte el amor, que tiene poder para arrebatar a la muerte su presa y devolvérnosla.
Es fuerte la muerte, a la que nadie puede resistir. Es fuerte el amor, capaz de vencerla, de embotar su aguijón, de reprimir sus embates, de confundir su victoria. Lo cual tendrá lugar cuando podamos apostrofarla, diciendo: ¿Dónde están tus pestes, muerte? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?
Es fuerte el amor como la muerte, porque el amor de Cristo da muerte a la misma muerte. Por esto dice: Oh muerte, yo seré tu muerte; país de los muertos, yo seré tu aguijón.También el amor con que nosotros amamos a Cristo es fuerte como la muerte, ya que viene a ser él mismo como una muerte, dado que es el aniquilamiento de la vida anterior, la abolición de las malas costumbres y el sepelio de las obras muertas.
Nuestro amor a Cristo es como un intercambio de dos cosas semejantes, aunque su amor hacia nosotros supera al nuestro. Porque él nos amó primero, y con el ejemplo de amor que nos dio se ha hecho para nosotros como un sello, mediante el cual nos hacemos conformes a su imagen, abandonando la imagen del hombre terreno y llevando la imagen del hombre celestial, por el hecho de amarlo como él nos ha amado. Porque en esto nos ha dejado un ejemplo para que sigamos sus huellas. Por esto dice: Grábame como un sello en tu corazón.Es como si dijera: «Ámame, como yo te amo. Tenme en tu pensamiento, en tu recuerdo, en tu deseo, en tus suspiros, en tus gemidos y sollozos. Acuérdate, hombre, qué tal te he hecho, cuan por encima te he puesto de las demás criaturas, con qué dignidad te he ennoblecido, cómo te he coronado de gloria y de honor, cómo te he hecho un poco inferior a los ángeles, cómo he puesto bajo tus pies todas las cosas. Acuérdate no sólo de qué grandes cosas he hecho para ti, sino también de qué duras y humillantes cosas he sufrido por ti, y dime si no obras perversamente cuando dejas de amarme. ¿Quién te ama como yo? ¿Quién te ha creado, sino yo? ¿Quién te ha redimido, sino yo?»
Quita de mí, Señor, este corazón de piedra, quita de mí este corazón endurecido, incircunciso. Tú que purificas los corazones y amas los corazones puros, toma posesión de mi corazón y habita en él, llénalo con tu presencia, tú que eres superior a lo más grande que hay en mí y que estás más dentro de mí que mi propia intimidad. Tú que eres el modelo perfecto de la belleza y el sello de la santidad, sella mi corazón con la impronta de tu imagen; sella mi corazón, por tu misericordia, tú, Dios por quien se consume mi corazón, tú lote perpetuo. Amén (Balduino de Cantorbery, Tratado 10, PL 204, cois. 513-516 passim).

Lecturas del día:

Vídeo de la semana:


No hay comentarios:

Publicar un comentario