"Desde lo hondo a ti grito, Señor" (Sal 129,1)
Vídeo de la semana:
http://www.youtube.com/watch?v=PruDGScZtQY&feature=c4-overview&list=UUUpxM9aeGr1dAVvlSX9VFdQ
Lecturas del día:
http://www.servicioskoinonia.org/biblico/calendario/texto.php?codigo=20131020&cicloactivo=2013&cepif=0&cascen=0&ccorpus=0
MEDITATIO
«Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la
tierra?» (Lc 18,8). Sabemos que a Jesús le gustaba llamarse «Hijo del
hombre». Es él, por consiguiente, quien hoy nos interroga sobre nuestra fe en
el momento de su venida. Es también él, en efecto, «el que era, el que es
y el que viene» (cf. Ap 1,4). Debemos preguntarnos, pues, si, aquí y
ahora, creemos en él.
Existe una comprobación que puede ayudarnos a medir si
nuestra fe está viva o bien languidece la oración. Ésta es, antes que nada,
escucha de la Palabra y es también intercesión por los hermanos. Nadie que
comprenda el don que ha recibido al acoger el depósito de la fe puede eximirse
del deseo, que se vuelve a veces apremiante, de comunicarlo a todos los
hombres. La oración es ese grito que pide al Padre, día y noche, que haga justicia
a sus elegidos, es decir, que intervenga en la historia para liberar del mal a
sus hijos y para hacer que todos reconozcan en Jesús, su Hijo, al Salvador del
hombre. Para que este grito pueda llegar a ser eficaz y no cese nunca, cada uno
de nosotros debe dar su consentimiento para llegar a ser -en una comunión
conscientemente buscada y amada- una sola cosa con el Hijo inmolado, que
extendió sus brazos en la cruz y sigue estando siempre vivo para interceder por
nosotros ante el Padre. Esto tiene lugar sobre todo a través de la
participación en el misterio eucarístico, que nos llama a configurarnos cada
vez más íntimamente con nuestro Señor y Maestro.
ORATIO
Señor Jesús, en los días de tu vida mortal elevaste una
oración con fuertes gritos y lágrimas. Conoces, por tanto, la profundidad de la
que puede brotar el grito que sube de nosotros los hombres hacia el rostro del
Padre. Enséñanos una oración perseverante, que no ceda a cansancios y
desánimos, que no se turbe ante el aparente silencio de Dios, ante su inadmisible
indiferencia. Haz que obtengamos de tu ofrenda la fuerza para perseverar y
mantenernos en la petición; que el mal no sofoque la voz de nuestra oración,
sino que la experiencia misma de tu cruz nos proporcione la certeza de que no
hay noche sin alba de resurrección. Amén.
CONTEMPLATIO
No he dicho de manera suficiente hasta qué punto el alma que
ora debe creer en el amor del Dios al que se dirige. Sí, la oración es como un
cara a cara. El alma y Dios están en el mismo plano. Ocupan la misma estancia
secreta. Es lúcida confidencia en Dios-Amor, en Dios que se entrega, que es
irresistible. Pero esta confidencia va muy lejos. Ninguna prueba ni ningún
retraso puede mellarla.
Dios es amor. Ama y desea ser amado. Es la ley profunda de
su ser. Conocerla resuelve todos los problemas. Un alma que tiende a él nunca
puede importunarle; siempre le encanta, y debe saberlo. Dios es Padre, Dios es
amigo, Dios es juez; pero un Padre cuya ternura no tiene límites y cuyo poder
es igual a su amor; pero un amigo cuyo amor es inalterable y está a la completa
disposición de todas nuestras necesidades; pero un juez siempre justo, al que
siempre conmueven nuestras súplicas y que es solícito para responder a ellas.
Quiere que le insistamos, impone estas llamadas, reclama estas peticiones, para
estar seguro de nuestro amor, para saborear la dulzura de tener una prueba de
él, aunque sea interesado (Augustin Guillerand, «Scritti spirituali», en Un
itinerario di contemplazione. Antología di autori certosini, Cinisello B.
1986, pp. 56ss, passim).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Toda oración nace de una situación de desconsuelo. Si ruego
a alguien es porque tengo necesidad de él. Y si mi oración no es escuchada de
inmediato, corre el riesgo de quedar humillada y puede hacer que me encierre en
mí mismo, en un abismo aún más negro que aquel del que quisiera sustraerme: la
desesperación. Toda oración que sea verdaderamente tal se sostiene, fatigosa y
delicadamente, entre la desesperación y la esperanza. Jesús nos sugiere que,
cuando nos dirijamos a Dios, oremos siempre, sin cansarnos nunca. A largo
plazo, por ser una oración verdadera, se confundirá con la espera humilde,
paciente, vacilante, pero que no disminuye nunca, a no ser que quiera
contentarme con una oración mágica, que haga saltar la respuesta de una manera
automática, instantánea, barata.
Ahora bien, cuando se trata de oración verdadera, cuando se
trata de la gran herida del mundo que se abre a la mirada de Dios, del
fundamental desconsuelo del hombre que pide gracia, Dios desea que sea cara.
Dios espera que el hombre luche con él, desea la confrontación entre la pobreza
y la gracia, porque desea ardientemente dejarse vencer por la oración. Cuando
un hombre grita su desconsuelo ante Dios -y no sólo el suyo propio, sino
también la inmensa angustia del mundo-, se manifiesta y se realiza un gran
misterio de amor. Dios escucha atenta, amorosamente, esta oración, como la
respiración del universo. Cuando la oración brota del corazón del hombre, es el
mundo el que empieza a respirar. Dios se inclina y escucha esta oración
convertida en el aliento secreto del mundo, que le da vida interior y que debe
despertarlo a Dios. El mundo entero se encuentra, en toda oración, como un gran
niño adormecido en los brazos de Dios y a punto de despertarse bajo su mirada,
al rumor de su propia respiración (A. Louf, Solo l’amore vi bastera, Cásale
Monf. 1985, pp. 192-194, passim).
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