“Serán tiempos difíciles, como no los ha habido desde que
hubo naciones hasta ahora”. Esta frase se lee en el libro de Daniel, un profeta
muy anterior a Cristo. Ha llovido bastante desde entonces y ha habido muchos
tiempos difíciles. Los nuestros cuentan entre ellos.
Corazón
sereno, mente lúcida y fuerzas –espirituales, síquicas y físicas- bien
entrenadas y dispuestas. Todo eso hace falta para afrontar estos tiempos
difíciles. Y no dar saltos hacia delante, al vacío, para ignorar los problemas
reales. Cuando esto se hace, los problemas se multiplican y se retrocede en el
tiempo a situaciones peores.
Los tiempos
difíciles no se refieren a una sola cuestión. Están en juego los valores, la
economía, la política, la religión, la iglesia... Nos interesa aquí reflexionar
sobre esto último.
Es
frecuente en ámbitos eclesiásticos reconocer, con bastante desilusión y
pesimismo por cierto, que estamos en dificultades. Suelen ellas atribuirse a
causas externas, como el laicismo, la persecución, la crisis de valores en la
sociedad, la inconsistencia de los jóvenes... Pero rara vez se hace
autocrítica. Sin embargo, hay que reconocer, como lo ha hecho el Papa, que el
enemigo peor de la Iglesia
está dentro de ella. Y que no es un grupo ni otro, sino el conjunto de los
llamados cristianos, que no hemos tomado en serio nuestra propia fe.
Más
concretamente, me atrevería a decir que una gran mayoría de los que estamos
bautizados y nos seguimos llamando cristianos no hemos tomado en serio a Dios.
Menos aún, a su revelador Jesucristo. Ello ocurre, según análisis preciso de
Juan Martín Velasco (Fijos los ojos en Jesús, PPC 2012, pp. 12-14), por dos
principales motivos, que él llama distorsiones del mensaje cristiano:
Hacer consistir la fe en la aceptación intelectual de un
conjunto de doctrinas, pero sin que la persona entera del creyente sea afectada
y comprometida.
La propia imagen que nos hacemos de Dios, más idolátrica que
real. Por lo que concluye con las palabras del Maestro Eckart: “Dios mío, líbrame
de mi Dios”.
La pregunta
que el propio autor se hace y hemos de hacernos nosotros es: ¿somos realmente
creyentes? Mientras no nos tomemos en serio esta pregunta, es decir, mientras
no estemos dispuestos a tomar en serio al Dios revelado en Jesucristo, no
tenemos derecho a culpar a nadie de lo que nos pasa en la Iglesia.
Tomar en
serio a Dios, entre otras cosas, significa tomar en serio al prójimo, a la vida
del hombre, de todo hombre. Igualmente, ello exige vivir el culto verdadero, el
que Dios quiere y no vomita (expresión del profeta Isaías), el que define así
San Pablo: “ofreceos a vosotros mismos como un sacrificio vivo, santo,
agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual” (Rom 12, 1ss). Este culto
incluye, entre otras cosas, compartir las necesidades de los santos,
practicando la hospitalidad. Y, para finalizar, tomarse en serio el futuro. Lo
que implica no obsesionarse con el aquí y el ahora, reduciendo el horizonte
vital al comer, beber, disfrutar del hoy, sino esperar la gloriosa venida de
Nuestro Señor Jesucristo.
Jose María Yagüe Cuadrado
No hay comentarios:
Publicar un comentario