“Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el
Reino de los Cielos” (Mt 5,3)
La palabra que de hoy nos invita a reflexionar sobre la fe.
Esta consiste, simplemente, en creer que Dios es Dios y en fiarse por eso de
él, abandonarse en sus manos, darle por completo a nosotros mismos sin cálculos
ni preocupaciones por el mañana. Esta «oblatividad» es desconsiderada y loca —o
al menos imprudente— para quien afirma que está bien creer, sí, pero “con los
pies en la tierra”, sin dejar de lado una humana prudencia; sin embargo, esta
fe la encontramos a menudo precisamente en quienes no tienen ninguna seguridad
para hacer frente al hoy ni al mañana.
Estas dos viudas tan pobres presentadas en la Sagrada Escritura nos enseñan a no tener miedo de ofrecer a Dios todo lo que tenemos y somos, nos invitan a consagrarle nuestra vida: si hacemos que llegue a ser «suyo» lo que es nuestro, será después tarea suya la preocupación por ello.
Mi familia, mi trabajo, mis pocos o muchos recursos de todo tipo pueden ser sometidos á la lógica de la fe y ser confiados y entregados por completo al Señor. No se trata de una elección de despreocupación ni del sentimiento de un instante; al contrario, se convierte en el compromiso cotidiano de administrar como nuestros —y, por consiguiente, con un corazón conforme al nuestro— los que eran «nuestros» bienes: afectos, ocupaciones, dotes. La palabra es hoy casi un desafío: probemos a echar con fe nuestra vida en el tesoro de la comunión de los santos, día tras día. El Señor dispondrá de ella para bien de cada uno de sus hijos, y dispondrá un mayor beneficio también para nosotros. Podernos darle, sobre todo, lo que tenemos como más “nuestro”: la pobreza existencial, el pecado. Esto es lo que ha venido a buscar en la humanidad, para tomarlo sobre sí y transformarlo en sacrificio de amor.
Si somos capaces de poner en sus manos también nuestra miseria, sentiremos la alegría de vivir de él, por él, en él.
Estas dos viudas tan pobres presentadas en la Sagrada Escritura nos enseñan a no tener miedo de ofrecer a Dios todo lo que tenemos y somos, nos invitan a consagrarle nuestra vida: si hacemos que llegue a ser «suyo» lo que es nuestro, será después tarea suya la preocupación por ello.
Mi familia, mi trabajo, mis pocos o muchos recursos de todo tipo pueden ser sometidos á la lógica de la fe y ser confiados y entregados por completo al Señor. No se trata de una elección de despreocupación ni del sentimiento de un instante; al contrario, se convierte en el compromiso cotidiano de administrar como nuestros —y, por consiguiente, con un corazón conforme al nuestro— los que eran «nuestros» bienes: afectos, ocupaciones, dotes. La palabra es hoy casi un desafío: probemos a echar con fe nuestra vida en el tesoro de la comunión de los santos, día tras día. El Señor dispondrá de ella para bien de cada uno de sus hijos, y dispondrá un mayor beneficio también para nosotros. Podernos darle, sobre todo, lo que tenemos como más “nuestro”: la pobreza existencial, el pecado. Esto es lo que ha venido a buscar en la humanidad, para tomarlo sobre sí y transformarlo en sacrificio de amor.
Si somos capaces de poner en sus manos también nuestra miseria, sentiremos la alegría de vivir de él, por él, en él.
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