El gran
Isaías es un profeta que vivió ocho siglos antes de Cristo. Pero también es un
poeta. Por eso sus textos llegan al corazón de los hombres y mujeres sensibles
del s. XXI. Vale la pena reproducir estas bellas palabras que escucharemos el
domingo:
“Voy a
cantar en nombre de mi amigo un canto de amor a su viña. Mi amigo tenía una
viña en fértil collado. La entrecavó, la descantó, y plantó buenas cepas;
construyó en medio una atalaya y cavó un lagar... ¿Qué más cabría hacer de mi
viña que yo no haya hecho? ¿Por qué, esperando que diera uvas, dio agrazones?”
Todo es
diáfano. Se entiende muy bien. Dios es el dueño de la viña. La viña, Israel en
tiempos de Isaías, es hoy la Iglesia. Si
queremos, es también el mundo. Dios ha amado y ama al mundo. El Evangelio nos
dirá que ese amor llega hasta el punto de entregarnos a su Hijo, no para
condenar al mundo sino para que éste se salve por él. Rechazado
el Hijo hasta ser colgado en el patíbulo de la cruz, Dios sigue amando al
mundo. La soberbia humana es casi tan infinita como el amor de Dios. Nos
empeñamos en crear discordias, guerras, terrorismo. Pasamos indiferentes ante
los desplazados, los refugiados..., los sin voz a quienes unos pocos
insensatos, astutos y orgullosos dirigentes dicen representar. Casi siempre
entran en casa ajena para robar y enriquecerse mientras empobrecen a quienes
gobiernan. Pero dicen que los ladrones son otros. Uno se siente tentado a
decir: que Dios los confunda.
Pero, no.
Dios no confunde a nadie sino que se hace vulnerable. Sigue padeciendo en sus
hijos. Y convierte “la piedra rechazada en piedra angular”. Así ocurrió en la
historia pasada. Y así sigue ocurriendo y ocurrirá por siempre. La paciencia y
el amor de Dios no pasan. Ahora bien, sólo Él y las víctimas nos redimen.
¿Es Dios
entonces amigo y cómplice de la impunidad? Ni hablar. Por eso hay tanta viña transformada
en erial, donde sólo crecen zarzas y cardos. Paraísos terrenales convertidos en
campos de guerra y exterminio. Ésta es la obra de los orgullosos y
aprovechados, que dicen amar a sus pueblos. No es Dios quien crea el castigo.
Son los verdugos quienes esterilizan la tierra. Tan necios son que siguen
presumiendo de su obra de exterminio.
¿Por qué
Dios permite tanto mal y tanta imbecilidad humana? Cristo no ha venido a
explicarnos este enigma. Pero su sangre derramada en la tierra es garantía, la
única garantía de que el sufrimiento humano no es estéril cuando lo adoba el
amor. Se transforma en vida. Al viernes santo, sucede la mañana de Resurrección. Al canto de
amor del Señor a su Viña, respondemos los creyentes con la alabanza al Único
que ha hecho bien todas las cosas. Gloria in excelsis Deo. Y paz en la tierra a
quienes Dios ama.
Aquí no está
dicho todo. Hay que añadir, por supuesto, que no basta la sumisión. Ésta es
buena para con Dios. Ante el mal humano, sólo cabe la resistencia.
JOSÉ MARÍA YAGÜE
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