La fiesta que hoy celebramos los cristianos es
incomprensible y hasta disparatada para quien desconoce el significado de la fe
cristiana en el Crucificado. ¿Qué sentido puede tener celebrar una fiesta que
se llama “Exaltación de la Cruz” en una sociedad que busca apasionadamente el
“confort” la comodidad y el máximo bienestar?
Más de uno se preguntará cómo es posible seguir todavía hoy
exaltando la cruz. ¿No ha quedado ya superada para siempre esa manera morbosa
de vivir exaltando el dolor y buscando el sufrimiento? ¿Hemos de seguir
alimentando un cristianismo centrado en la agonía del Calvario y las llagas del
Crucificado?
Son sin duda preguntas muy razonables que necesitan una
respuesta clarificadora. Cuando los cristianos miramos al Crucificado no
ensalzamos el dolor, la tortura y la muerte, sino el amor, la cercanía y la
solidaridad de Dios que ha querido compartir nuestra vida y nuestra muerte
hasta el extremo.
No es el sufrimiento el que salva sino el amor de Dios que
se solidariza con la historia dolorosa del ser humano. No es la sangre la que,
en realidad, limpia nuestro pecado sino el amor insondable de Dios que nos
acoge como hijos. La crucifixión es el acontecimiento en el que mejor se nos
revela su amor.
Descubrir la grandeza de la Cruz no es atribuir no sé qué
misterioso poder o virtud al dolor, sino confesar la fuerza salvadora del amor
de Dios cuando, encarnado en Jesús, sale a reconciliar el mundo consigo.
En esos brazos extendidos que ya no pueden abrazar a los
niños y en esas manos que ya no pueden acariciar a los leprosos ni bendecir a
los enfermos, los cristianos “contemplamos” a Dios con sus brazos abiertos para
acoger, abrazar y sostener nuestras pobres vidas, rotas por tantos
sufrimientos.
En ese rostro apagado por la muerte, en esos ojos que ya no
pueden mirar con ternura a las prostitutas, en esa boca que ya no puede gritar
su indignación por las víctimas de tantos abusos e injusticias, en esos labios
que no pueden pronunciar su perdón a los pecadores, Dios nos está revelando
como en ningún otro gesto su amor insondable a la Humanidad.
Por eso, ser fiel al Crucificado no es buscar cruces y
sufrimientos, sino vivir como él en una actitud de entrega y solidaridad
aceptando si es necesario la crucifixión y los males que nos pueden llegar como
consecuencia. Esta fidelidad al Crucificado no es dolorista sino esperanzada. A
una vida “crucificada”, vivida con el mismo espíritu de amor con que vivió
Jesús, solo le espera resurrección.
De Eclesalia.net
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