"El Hijo del hombre tiene que ser levantado en la cruz, para que todo el que crea en él tenga vida eterna" (Jn 3,14-15)
Icono de la Exaltación de la Cruz. Siglo XV. Novgorod. |
Cada vez que leemos la Palabra de Dios crece en nosotros la
certeza de que Jesús da pleno cumplimiento a la historia del pueblo hebreo y a
nuestra historia: en efecto, no vino a abolir, sino a dar cumplimiento. Jesús
es aquel que ha bajado del cielo, aquel que conoce al Padre, que está en íntima
unión con él («El Padre y yo somos uno»: Jn 10,30), y ha sido enviado
por el Padre para revelar el misterio salvífico, el misterio de amor que se
realizará con su muerte en la cruz. Jesús crucificado es la manifestación
máxima de la gloria de Dios. Por eso, la cruz se convierte en símbolo de victoria,
de don, de salvación, de amor.
Todo lo que podamos entender con la palabra «cruz» - a
saber: el dolor, la injusticia, la persecución, la muerte - es incomprensible
si lo miramos con ojos humanos.
Sin embargo, a los ojos de la fe y del amor aparece como
medio de configuración con aquel que nos amó primero. Así las cosas, ya no
vivimos el sufrimiento como un fin en sí mismo, sino que se convierte en
participación en el misterio de Dios, camino que nos conduce a la salvación.
Sólo si creemos en Cristo crucificado, es decir, si nos
abrimos a la acogida del misterio de Dios que se encarna y da la vida por toda
criatura; sólo si nos situamos frente a la existencia con humildad, libres de
dejarnos amar para ser a nuestra vez don para los hermanos, seremos capaces de
recibir la salvación: participaremos en la vida divina de amor.
Celebrar la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz
significa tomar conciencia en nuestra vida del amor de Dios Padre, que no ha dudado
en enviarnos a Cristo Jesús: el Hijo que, despojado de su esplendor divino y
hecho semejante a nosotros los hombres, dio su vida en la cruz por cada ser
humano, creyente o incrédulo (cf. Flp 2,6-11). La cruz se vuelve el
espejo en el que, reflejando nuestra imagen, podemos volver a encontrar el
verdadero significado de la vida, las puertas de la esperanza, el lugar de la
comunión renovada con Dios.
Oh cruz, inefable amor de Dios y gloria del cielo.
Cruz, salvación eterna; cruz, miedo de los réprobos.
Oh cruz, apoyo de los justos, luz de los cristianos,
por ti Dios encarnado se hizo esclavo en la tierra;
por medio de ti ha sido hecho en Dios rey en el cielo;
por ti ha salido la verdadera luz,
la noche maldita ha sido vencida.
Tú hiciste hundirse para los creyentes
el panteón de las naciones;
eres tú el alma de la paz
que une a los hombres en Cristo mediador.
Eres la escalera por la que el hombre sube al cielo.
Sé siempre para nosotros, tus fieles, columna y ancla;
rige nuestra morada.
Que en la cruz se consolide nuestra fe,
que en ella se prepare nuestra corona.
(Paulino de Ñola)
Elevándose, pues, a Dios a impulsos del ardor seráfico de
sus deseos y transformado por su tierna compasión en aquel que a causa de su
extremada caridad quiso ser crucificado: cierta mañana de un día próximo a la
fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, mientras oraba en uno de los flancos
del monte, vio bajar de lo más alto del cielo a un serafín que tenía seis alas
tan ígneas como resplandecientes. En vuelo rapidísimo avanzó hacia el lugar
donde se encontraba el varón de Dios, deteniéndose en el aire. Apareció
entonces entre las alas la efigie de un hombre crucificado, cuyas manos y pies
estaban extendidos a modo de cruz y clavados a ella. Dos alas se alzaban sobre
la cabeza, dos se extendían para volar y las otras dos restantes cubrían todo
su cuerpo.
Ante tal aparición, quedó lleno de estupor el santo y
experimentó en su corazón un gozo mezclado de dolor. Se alegraba, en efecto,
con aquella graciosa mirada con que se veía contemplado por Cristo bajo la
imagen de un serafín; pero, al mismo tiempo, el verlo clavado a la cruz era
como una espada de dolor compasivo que atravesaba su alma.
Estaba sumamente admirado ante una visión tan misteriosa,
sabiendo que el dolor de la pasión de ningún modo podía avenirse con la dicha
inmortal de un serafín.
Por fin, el Señor le dio a entender que aquella visión le
había sido presentada así por la divina Providencia para que el amigo de Cristo
supiera de antemano que había de ser transformado totalmente en la imagen de
Cristo crucificado no por el martirio de la carne, sino por el incendio de su
espíritu.
Así sucedió, porque al desaparecer la visión dejó en su
corazón un ardor maravilloso, y no fue menos maravillosa la efigie de las
señales que imprimió en su carne.
(«Leyenda mayor», en Fuentes
franciscanas).
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