Criticar es
fácil. Resulta gratis airear fallos y defectos del prójimo, aunque no venga a
cuento. Lo peor de la crítica es que, además de estéril y dañina, produce
satisfacción y complacencia a los criticones. Con lo cual revelan su escasa
calidad humana, porque manifiestan su nula valoración y estima de la persona humana a la que
critican. Por todo
ello hay que huir de la crítica a las personas y de los criticones como de una
peste. Santa Teresa de Jesús tacha esta práctica como pestilencia.
No se opone
la crítica a personas con el espíritu crítico frente a la realidad. Por
supuesto, no podemos vivir bobaliconamente tragándonos como bueno todo lo que
hacen los demás, sobre todo las personas públicas, tales como gobernantes,
maestros, sacerdotes, periodistas, etc. Disentir y manifestar el disentimiento
es una noble característica del ser humano que piensa y trata de ser libre. Por
ello es sano y constructivo en la sociedad discrepar, expresar las
discrepancias y luchar, con las leyes por delante, para que la sociedad se
organice ajustándose a las propias ideas. Esto es lo que se llama democracia.
Lo que ya no es democracia es imponer el propio pensamiento, sobre todo con
cualquier clase de violencia, y excluir o marginar a los que no piensan como
uno mismo.
Ahora bien,
cuando se trata de fallos, defectos, errores en el comportamiento, incluso
inmoralidades... personales, lo que procede no es la crítica pública con el
afán de herir o desprestigiar al interesado. Eso es lo que arriba decíamos que
es fácil. Lo adecuado es lo que, en la praxis cristiana tradicional, siempre se
ha llamado “corrección fraterna”.
Las
lecturas del próximo domingo nos exhortan en esta dirección. Hay que llamar la
atención del malvado, nos dice el profeta Ezequiel, para que cambie de
conducta. Si no lo haces, si consientes por cobardía o indiferencia, te haces
cómplice de su error o pecado. Si corriges y corriges bien puedes conseguir el
cambio de conducta de quien se comporta mal y, en todo caso, salvarás tu
responsabilidad.
Lo difícil
realmente es corregir bien. Esto implica una serie de condiciones. Entre otras
y para más tener en cuenta:
Que el “asunto” sobre el que se corrige sea importante,
grave y no pequeños defectillos. Llamar la atención constantemente por minucias
o tonterías es incordiar, no corregir. Y no te harán caso cuando se trate de
cosas importantes.
Que la corrección se haga a solas, no en público. Y quede en
el ámbito privado.
Que la corrección se haga con paz, sin irritación, con
buenos modales. En lo más profundo, con amor como fruto del aprecio y el afecto
al corregido. Que se busque exclusivamente el bien de aquel a quien se corrige
y no la autosatisfacción del corrector. Se corrige porque el defecto rebaja al
que lo tiene, no al que lo ve.
Que nazca, por tanto la corrección no del desprecio o la
baja consideración de aquel a quien se corrige, sino de su estima y gran deseo
de ayudar a la mejora de su persona. ¿El mejor ejemplo de una buena o mala
corrección? El de un padre o madre de familia que corrige a sus hijos con
diálogo y cariño o bien como consecuencia de la ira o del propio estado de
ánimo.
JOSÉ MARÍA YAGÜE
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