Más allá de
esas dos preguntas que Jesús dirige a sus discípulos: ¿quién dice la gente que
soy yo? ¿quién decís vosotros que soy yo?, para nosotros se podrían traducir en
esta única: ¿qué significo yo en tu vida?
Esta es la
gran cuestión para el cristiano de hoy. No bastan unas prácticas religiosas
para ser cristiano (“no todo el que me dice, Señor, Señor, entrará en el Reino
de los cielos”). Tampoco basta aceptar unas doctrinas religiosas y morales
sostenidas por los representantes de la Iglesia , e incluso sintonizar con ellas, con lo difícil que ello
resulta a un buen grupo de personas, sobre todo jóvenes, particularmente en
asuntos como el matrimonio indisoluble, las relaciones sexuales o la
contraconcepción. Ni siquiera es suficiente para ser un buen cristiano un
comportamiento moral regido por la doctrina de la Iglesia , sobre todo en la
cuestión social. Todas estas
cosas son muy importantes y necesarias para la vida cristiana, si ésta no ha de
ser un uso de la fe a la carta y según personales preferencias.
Pero la
clave de la fe y de la vida cristiana es la relación personal con Jesucristo.
Que de eso van las preguntas lanzadas por Jesús a sus discípulos, de entonces y
de ahora. La respuesta de aquellos, representada por Pedro, no es la misma en
los tres evangelios sinópticos. Marcos y Lucas hacen responder a Pedro: “tú
eres el Mesías”. A esas palabras, Mateo añade: “el Hijo de Dios vivo”. Esta
diversidad no es cuestión de matices, de un poco de más o de menos. Es algo
sustancial.
Reconocer a
Jesús como “Mesías” es mucho. Es aceptarlo como el prometido por Dios en el
A.T. para liberar al pueblo judío de su dependencia extranjera, de su crónico
estado colonial. Pero cabían muy variopintas interpretaciones del papel del
Mesías esperado. Entre ellas, la de ser un líder político que expulsaría a los
extranjeros con la fuerza de las armas (así los zelotes y sicarios de los que
alguno pudo pertenecer al grupo selecto de los doce discípulos de Jesús). El
rechazo inmediato de Pedro al camino propuesto por Jesús de subir a Jerusalén
para allí sufrir el rechazo de los poderes públicos y la muerte, es un claro
ejemplo de la no plena aceptación del mesianismo de Cristo por los discípulos
en aquel preciso momento, antes de la Pascua.
Por eso hay
que dar un paso más. Reconocer y aceptar a Jesucristo como “el Hijo de Dios
vivo”. Es decir, como el que asume la soberanía y el dominio de la vida del
discípulo. Y, en contraprestación, el discípulo se transforma en copartícipe de
todos los bienes del Señor. Jesús explicó esto con la alegoría de la vid y los
sarmientos. La historia de la espiritualidad (especialmente carmelitana, pero
ni mucho menos exclusiva de Sta. Teresa) lo ha enseñado con el ideal de la
plena unión de Cristo y el cristiano. La doctrina del cuerpo místico de Cristo ya
en San Pablo y expuesta, por ejemplo, por S. Juan Eudes lo expresa admirablemente:
los bienes de la cabeza son también de los miembros y los miembros pertenecen
totalmente a la cabeza.
¿Buscamos
los cristianos hoy este encuentro y esta plena identificación con Jesús? De otro
modo, la vida cristiana es precaria y siempre amenazada de sucumbir.
JOSÉ MARÍA YAGÜE
No hay comentarios:
Publicar un comentario